20 de enero de 2009

Nevada Mediterranea

Aquella mañana había nevado con ganas. Se trataba de algo insólito a nivel de mar, pero había nevado. La nieve había cuajado en las aceras y caminar por las calles se convirtió, para los peatones faltos de costumbre, en poco menos que una aventura. A media tarde el sol había empezado ya a derretirla pero aún así una densa masa gris, mezcla de suciedad y hielo se acumulaba a montones allí donde la sombra daba cobijo a la nieve, que se resistía estóicamente a desaparecer.

El clima mediterraneo no es compatible con la nieve. Al menos no en España. Cuando nieva a orillas del mar suele coger desprevenido a los habitantes de la zona que, con estupor, se dedican a ver nevar primero desde detrás de las ventanas para acto seguido salir, los más avezados, a la calle a contemplar el milagro. Otro de los efectos secundarios de la nieve en estas areas es que la gente que no suele ir a esquiar tampoco suele tener un vestuario adecuado.

Esa era la situación en que se encontraba el muchacho aquella tarde de cielo gris que por su tono parecía pretender acabar con los ánimos de todo el mundo. A pesar de ello,c uando lo llamaron para tomar unas cervezas, no se lo pensó dos veces.

Rescató del fondo de un armario su viejo gorro de lana negro. Ese gorro había recorrido con él media Europa y aunque a aquellas alturas ya estuviese dado, descolorido y con más de un zurcido que le confería cierta deformidad al tirar más de un lado que del otro, no se animaba a desprenderse de él así como así. Lo mismo le pasaba con aquellos mitones de lana que se puso en las manos. A pesar de su deplorable estado no concebía deshacerse de ellos de buenas a primeras. La bufanda roja que le habían regalado hacía ya unos años tampoco es que luciese en muy buen estado, pero pensó que sería lo suficientemente caliente como para no pasar frío.

Sabía perfectamente lo que se iba a poner encima de los tejanos y la camisa de franela. Había estado esperando una ocasión como aquella para poder abrir el armario del abuelo. De allí sacó un viejo abrigo jaspeado que siempre le había gustado. El abuelo, postrado en cama desde hacía meses, no iba a echarlo de menos y seguro que sus padres no le decían nada. Se lo probó y le quedaba niquelado. Largo hasta casi los pies y holgado, pero no ancho.

Con este aspecto salió a la calle nuestro protagonista. Sopló en sus manos para calentarselas con su aliento mientras se dirigía al coche. Cuando llegó a su destartalado Peugeot comprobó con gran desánimo por su parte que el motor no arrancaba. Lo intentó unas cuantas veces pero al final se dio por vencido. De mala gana decidió tomar el autobús mientras pensaba que al día siguiente alguien le pondría las pinzas a su batería, suponiendo que sólo se tratase de eso.

El cielo encapotado hacía difícil la diferenciación entre el atardecer y el anochecer. Apenas había gente por las calles. Un hombre apocado paseaba su enorme San Bernardo, o más bien a la inversa, dado que era el perro el que tiraba de la correa. En la parada del autobús, un grupo de chavales sentados en corro se pasaban un canuto.

Nunca le había gustado el autobús. Un recorrido que con su coche no le llevaba más de diez minutos se demoraba por casi tres cuartos de hora debido al gran rodeo y la inconmensurable cantidad de paradas. Seguía pareciendole un derroche que hubiese tres paradas en una misma calle. Sin embargo en esa ocasión el autocar únicamente tuvo que pararse tres veces a recoger pasajeros por lo que el viaje fue, dentro de lo que cabía, bastante corto.

Descendió del autocar y fue calle arriba hasta el semáforo. Tenía que cruzar toda la ciudad a pie para llegar hasta donde había quedado. El semáforo estaba en rojo. Encendió un pitillo pero enseguida se le apagó. Un coche que pasó demasiado cerca de la acera y a más velocidad de la permitida, le salpicó, de la cabeza a los pies, de una mezcla de hielo, barro y mugre de la ciudad. Con las manos se limpió como pudo la cara. Por fortuna el abrigo tenía un forro interno que evitó que pasara la humedad, pero eso no quitaba de tener que llevarlo a la tintorería.

Tiró el cigarro al suelo y lo pisó cargado de rabia. Se acordó de la familia del conductor y cuando el semáforo se puso verde empezó el ascenso hacia la parte vieja de la ciudad. No habría recorrido ni quinientos metros cuando un guardia urbano le dio el alto.

-!Y ahora qué!- Pensó para sus adentros. El agente de la autoridad le pidió que se identificara. El muchacho sacó del bolsillo interior del abrigo la cartera y le mostró al agente su carné.

-Tendrá que acompañarme- le dijo el agente con sequedad- Las puertas del albergue público cierran a las siete y si no tiene donde pasar la noche no podemos dejarle en la calle.

-Oiga, no- Intentó explicarse el muchacho- Que esto no es lo que parece.

-Sí, claro- contestó conciliador el agente mientras le tiraba del brazo. -Todos decís lo mismo y mañana, cuando aparezca uno de vosotros tieso como un pajarito, seremos nosotros los que tengamos que dar las explicaciones.- Con el segundo tirón del agente se escuchó el inconfundible sonido de la tela al rasgarse. Le había roto una de las costuras del abrigo. Se pusieron a discutir pero el agente de mala gana, temiendo algún tipo de represalia por lo del abrigo, finalmente lo dejó marchar.

Empezaba a nevar de nuevo. Otra vez se producía ese pequeño milagro. Eso, por unos instantes, le hizo olvidar sus desdichas. Se apoyó en una pared bajo la berlina de uno de los teatros de la ciudad y estiró el brazo, con la mano abierta, como para querer coger algún copo de nieve. Se recreó viendola caer para deshacerse, finalmente, al llegar al suelo. Esta vez no cuajaría. Las parejas se abrazaban y se hacían fotos para la posteridad. Los padres de familia aprovechaban para explicarles a sus niños de primera mano qué es la nieve. Por unos instantes le pareció reconciliarse con su entorno. Se apoyó en una pared, bajo la berlina de uno de los teatros de la ciudad y estiró el brazo, con la mano abierta, como para querer coger algún copo.

En esos momentos empezó a salir gente del teatro. Señores con amplios bigotes acompañaban a sus esposas, demasiado maquilladas para su gusto y con perfumes demasiado profundos. También había señoras mayores que iban acompañadas de señoras mayores. Un par de ellas, gruesas, bajigas, con grandes bolsos, peinadas con unas permanentes demasiado marcadas, se giraron a su altura un instante. Sin darle tiempo a réplica, una de ellas acabó de "arreglarle" la noche. Se le acercó depositando tres monedas de euro en su mano y mientras se la cerraba le dijo con la más hipócrita de las sonrisas:

-Tenga, para que pueda cenar caliente.

4 comentarios:

Internautilus dijo...

Interesante relato, y bien escrito. Ciertamente, el hábito no hace al monje, pero siempre es mejor aparentar ser únicamente lo que en realidad se es.

fonsilleda dijo...

Aprovechando nevada en la ciudad y me parece muy bien.
Buen relato, cargado de un ligero toque de ironía y sarcasmo.
Bicos.

Anónimo dijo...

Un Milagro: La nieve...Lo demás es como tu relato, un día se tuerce todo y una cosa tras otra sale mal... como hoy me pasó a mí. Me encantó como encadenaste los sucesos hasta llevarnos al final y con fina ironía... Nadie es lo que parece a simple vista, hay que querer conocer...

Infiernodeldante dijo...

Irónico y sutil. No siempre las cosas son lo que parecen. Lo único real es la nieve? jaj. Muy bueno. Fue un gustazo leerlo. Dejo un abrazo.

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