1 de febrero de 2009

El café de Jerry

El café de Jerry, durante años, había sido de los más frecuentados de aquella zona. Su situación estratégica en una de las estrechas callejas anexas al centro neurálgico de las grandes oficinas y despachos de la ciudad y el hecho de que no fuese un bar corriente hacía que cierto tipo de público lo prefiriese ante esos locales.

Se trataba de un pequeño café apenas iluminado por unas bombillas desnudas que le conferían cierto tono íntimo al local. Como buen irlandés, la especialidad de Jerry era el buen té, del tipo que fuese, acompañado por sus inseparables pastitas. Allí también se podía disfrutar, si uno tenía suficientes redaños y avisaba con tiempo, de uno de esos pantagruélicos almuerzos británicos que contienen desde el zumo y las tostadas hasta los huevos pasados por agua y las judías pasando por las inevitables salchichitas. También se servían el ineludible cortado con su inseparable croissant de repostería industrial, a los que Jerry nunca puso buena cara. A pesar del tiempo que llevaba en este país nunca llegó a comprender ciertas cosas.

La clientela de su local también era completamente diferente a la clientela del resto de bares aledaños. En el de la esquina de enfrente acostumbraban a reunirse los obreros y las personas que querían un buen bocata de lomo con queso; en el local de franquicia que había justo en la puerta de al lado la gente entraba rápidamente a comprar un café para llevar en vasos de papel y consumir mientras seguían apresurados su paso. Podría decirse que al bar de Jerry la gente acudía a disfrutar de la tranquilidad que se respiraba, acentuada por la música instrumental, ya fuese clásica, Jazz, o arpa tradicional irlandesa.

Al local de Jerry la gente podía acudir tranquilamente para tener una larga conversación. Siempre había con quien hablar. A la entrada, justo las dos primeras mesas redondas de mármol gris, solían estar siempre ocupadas por un grupo de maestros universitarios jubilados, que divagaban constantemente sobre sus respectivas materias y siempre agradecían que alguien se sentara con ellos a departir y escucharles; las mesas del centro del local solían ser las que ocupábamos los que salíamos un momento de nuestro trabajo para tomar un tentempié a media mañana; en las mesas del fondo acostumbraban a haber un nutrido grupo de señoras también jubiladas que, especialmente los días de mercadillo, acostumbraban a dejarse llevar por el recién descubierto placer del té y las pastitas. También allí, junto a ellas, era donde a veces podía verse a algún ejecutivo, o quizá algún comercial, tratando temas de interés con la tranquilidad de la que no disponían en otros sitios. A medida que uno iba llevando tiempo acudiendo al café de Jerry, uno de los mayores placeres era el de almorzar en la barra bromeando y comentando las noticias del periódico o el partido de fútbol con el propio Jerry, hombre risueño y, sólo quizá, demasiado irlandés: a partir de las doce del medio día era más que fácil verlo apoyado en la barra, cuando no tenía trabajo, acompañado de un chupito de güisqui, que siempre recargaba de inmediato, mientras conversaba con algún cliente.

Sin embargo uno de los problemas que tenía aquel local era precisamente ese: la clientela. Los ancianos se mueren, las mujeres que van a desayunar cuando van al mercadillo suelen ser caprichosas y les cuesta poco cambiar de local a la mínima que haya una nueva apertura cerca y a los empleados los despiden o simplemente cambian de empleo, pero la cafetería de Jerry no conseguía renovar su clientela.

Así pues, poco a poco fuimos quedando cada vez menos clientes asiduos y en las conversaciones de Jerry cada vez era más frecuente una palabra: Crisis.

Daba pena entrar al local, habiéndolo conocido en sus momentos de mayor esplendor, y encontrarse con casi todas las mesas redondas. Lo mejor, para combatir esa situación de angustia, era sentarse en la barra, junto al barman. Sin embargo cada día que pasaba el semblante de Jerry se tornaba más sombrío. Era frecuente verlo sentado en su taburete, tras el mostrador, con la mirada perdida en el suelo mientras intentaba ofrecer un amago de sonrisa a quien le hablaba. Hacía meses que había puesto el local en traspaso, pero no parecía haber nadie que quisiera hacer la inversión.

Una tarde, después de trabajar, pasé por el café de Jerry a tomarme una copa de vino. No pude dejar de recriminarle que, con lo exquisito que acostumbraba a ser, me ofreciera un vino de brick a lo que de mala manera me respondió que si no me gustaba podía coger la puerta, como todos, y dejarlo con su negocio haciendo aguas por doquier. Entonces, antes de que pudiera replicarle o levantarme para salir por la puerta entró el niño. Aquella fue la primera vez que lo vi.

Era un mocoso menudo, a todas luces sudamericano, quizá peruano o de ecuador. De piel oscurísima y cabello aún más negro. No pasaría el mozalbete de los siete años pero sus ojos ya tenían el brillo especial de quien suplica. Dejó caer la mochila de la escuela al suelo de golpe y se encaramó como pudo a un taburete. Allí se quedó mirando a Jerry, sin decir nada. Tampoco hacía falta. El semblante del irlandés cambió súbitamente. Se tornó dulce como nunca antes lo había visto. Sus mejillas sonrojadas parecieron ganar color con aquel gesto. Se volvió hacia la cafetera, calentó un vaso de leche que puso ante el muchachito y le ofreció un croissant.

El niño bebió la leche con la avidez y la desesperación de quien llevara días sin beber líquido alguno y se guardó el croissant en un bolsillo de su chaqueta. –Se lo daré a mi mamá- dijo a modo de explicación. Jerry salió de detrás de la barra mientras el niño volvía a ponerse la mochila en la espalda, le dio un abrazo y le susurró en inglés –God Blesh you my litle friend (Que dios te bendiga, mi pequeño amigo). Igual de rápido que llegó, el muchachito desapareció por la puerta sin tan siquiera haberse limpiado el cerco blanquecino que le había dejado la leche en los labios.

-¿Sabes Teo? – Me dijo Jerry melancólico- Este niño es mi amigo, te lo digo de veras, viene cada tarde y lo protejo, que nadie le toque un pelo porque entonces tendrá que vérselas conmigo.

Era una fría tarde de invierno. A las seis ya había anochecido, la ventisca soplaba con fuerza y la lluvia castigaba el rostro de los viandantes invitándoles a quedarse en casa. Al salir del trabajo, como ya iba siendo habitual (reconozco que había tomado esta costumbre más que nada para hacerle algo de compañía al irlandés) acudí al café de siempre. Estaba tomándome un té gris cuando se abrió la puerta con brusquedad y aparecieron el pequeño niño y una mujer, no mucho más alta ni mucho más gruesa que él pero sí mayor. La mujer lloraba, tenía evidentes muestras de haber sido golpeada en el rostro y una de las comisuras de su labio sangraba. El niño, con la cara amoratada por los golpes, le infundía ánimos.

-No te preocupes mama, este señor es bueno y nos protegerá.-

En esos momentos a uno el alma se le cae al suelo y la rabia no puede dejar de contenerse. Hice un movimiento reflejo hacia los dos recien llegados pero ambos retrocedieron, por lo que desistí pensando que lo más sensato era llamar a la policía.
Jerry se limitó a preguntarles que qué les había pasado y la mujer, asustada y entre sollozos respondió que se habían caído por la escalera, pero el niño, golpeándola con sus puños en las piernas y con un súbito acceso de llanto le recriminó que le mintiese a un hombre tan bueno y dijo que papá les había golpeado, que se habían ido de casa y que ahora venía siguiéndoles por la calle pero que se habían escondido allí porque el hombre bueno podría ayudarlos.

¿Sabes una cosa Teo?- Empezó a decir Jerry mientras desaparecía debajo de la barra.
-Yo ya estoy jodido por esta puta crisis, y no tengo futuro.- Lo primero que asomó de nuevo fue una de las manos del Irlandés haciendo palanca para volver a levantarse.
-Pero él es un niño, y tiene toda una vida por delante.- continuó como si la cosa no fuese con él mientras amartillaba una escopeta de dos cañones que había sacado de debajo del mostrador.

Dios sabe que quise pararlo, pero con la mano que no le ocupaba la escopeta y con una mirada paralizadora me indicó que lo mejor era que me quedase donde estaba. Subiéndose el cuello de su gruesa camisa de franela y ajustándose las gafas, como quien quiere ver mejor, Jerry se perdió, al salir por la puerta, en la oscuridad de la noche bajo la ventisca y la lluvia. No he vuelto a ver a Jerry, lo poco que he vuelto a saber de él fue a través de las páginas de sucesos de los diarios y las noticias de la televisión.

3 comentarios:

Internautilus dijo...

!Buenooo¡ Menuda historia, amigo. Bien contada, dulce, tierna y diferente. Enhorabuena. Me ha encantado. Chapeau!

fonsilleda dijo...

Una historia de esas que te hacen estremecer de ternura, mientras una sonrisa se pierde en los labios. Final lógico y directo, no lo imaginaba.
Bicos.

Anónimo dijo...

Si me ha encantado por muchas cosas,-), la sonrisa amplia y la envidia sana invaden mi cara a esta hora tan temprana...El texto precioso , tierno y lleno de la valentía que a veces nos falta ante tales agresiones. El final estremecedor... Gracias afilador ante tal maravilloso reegreso.

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