3 de febrero de 2009

Este por mi diente

Entró al callejón jadeando y frenando el paso. Apoyó la mano en un contenedor y se puso a reír como un loco mientras recuperaba el aliento. Todavía le parecía imposible que hubiese sido capaz de volver a hacer algo como aquello. Hacía tanto tiempo que se sentía fuera de todo que ya no recordaba lo que era sentirse de nuevo vivo. Sí, así se había vuelto a sentir.

Parapetándose detrás del contenedor apoyó la espalda en la pared, echó la cabeza hacia atrás todavía resollando y se dejó caer hasta el suelo. Había llegado al pueblo aquella misma tarde. Todo su pequeño mundo iba cargado en la diminuta mochila que llevaba a su espalda. Si no hubiese sido por su aspecto sucio y sus ropas andrajosas hubiese podido pasar perfectamente por uno de tantos turistas de piel blanca, canosos, de ojos azules y plagados de pecas que frecuentan nuestra geografía en verano.

Lucía barba de varios días. Avanzaba a paso lento, posiblemente a causa de sus zapatillas destrozadas que dejaban entrever los dedos sucios y encallecidos de sus pies. Hacía tiempo que pensaba en cambiarlas, pero cuando había reunido suficiente dinero para ello siempre lo vencía la tentación de comprar alguna botella con la que alegrarse la jornada.

Se paró a la puerta de una pequeña frutería donde unos melocotones lustrosos incitaban al pecado de la gula. No le dieron opción ni a tocarlos. En cuanto hizo ademán de acercarse a la fruta el tendero se posicionó en la puerta con pose inquisitiva. Él hizo una mueca forzada y hurgándose en el bolsillo sacó una moneda de Euro con la que contentar al comerciante. Cogió una pieza de fruta y siguió su camino.

La noche había caído y la luna se reflejaba ondulante sobre el mar. Sentado en una pequeña cala resguardada de miradas curiosas el hombre aspiraba los fuertes aromas del salitre mezclados con el dulce olor del melocotón que comía con gran deleite de su paladar. A fin de cuentas el tendero tampoco se había portado tan mal, le había dejado coger la pieza más grande.

Cerca de donde estaba, una pareja se sumía en sus escarceos románticos. Mientras mullía con sus manos la mochila que utilizaría a modo de almohada para pasar aquella noche en la playa, pensaba que él también, tiempo atrás, había sentido la urgencia del deseo amoroso. Le resultaba paradójico. Por aquel entonces los portales oscuros no eran furtivos refugios donde pasar la noche. El muchacho se sentó e increpó al mendigo en varias ocasiones gritándole que dejase de mirarlos y que se largase. El hombre hizo caso omiso de los gritos del chaval y tumbándose en la arena se dispuso a mirar el cielo antes de dormir. Mañana tendría que darse un baño en la playa para quitarse toda la arena de la noche.

No tuvo tiempo de incorporarse. Escuchó el ruido amortiguado por la arena de alguien que avanzaba corriendo hacia él y sintió un fuerte golpe en la cara. El muchacho le había pegado una patada mientras lo llamaba maricón de mierda. Sangraba por la nariz y por la boca. Dentro de ella notó un diente suelto. Se lo había arrancado con el golpe. Escupió al suelo tiñendo la arena de rojo. El diente cayó al suelo mezclado con la sangre. El segundo golpe no llegó a acertarle. Con más agilidad de la que él mismo hubiese esperado se hizo a un lado y le sujetó al muchacho la pierna con sus manos. Sin tan siquiera pensarlo le mordió como un perro rabioso a la altura del muslo. El muchacho profirió un grito en el que se mezclaban la rabia, el dolor y la sorpresa, mientras golpeaba con las dos manos cogidas a modo de maza la espalda del hombre.

Cuando el mendigo soltó la pierna del muchacho éste se llevó las manos instintivamente a la zona dolorida, cosa que el hombre aprovechó para incorporarse y propinarle un buen puñetazo en la boca. –Éste por mi diente- Sin pararse a recoger la mochila el vagabundo hecho a correr ahuyentado por los gritos de la novia del muchacho y temiendo que éste pudiera recuperarse en cualquier momento.

En el paseo marítimo habían empezado a agolparse algunos curiosos. Tras de él notó al muchacho persiguiéndolo. Tuvo que abrirse paso a empujones hasta la carretera. Ya no tenía edad para estas cosas. Su salud tampoco era precisamente una maravilla. Le faltaba el aire por momentos, temía caer redondo en cualquier instante, en cualquier lugar. Sabía que entonces el muchacho lo atraparía y no quería pensar en lo que pudiese hacerle. Además fijo que a esas alturas alguien más se habría sumado a su búsqueda.

Cruzó calles sin pararse a mirar en los semáforos, los coches le pitaban, la gente le gritaba, no conseguía distinguir con claridad su entorno, tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle dentro del pecho.

Siguió corriendo y corriendo hasta que llegó a un callejón que le pareció lo suficiente oscuro como para darle esquinazo a sus perseguidores. Allí podría tomarse un respiro. La cara de sorpresa del chaval al recibir el mordisco le asaltaba una y otra vez haciendo que no pudiese dejar de reír de forma histérica. Cuando ya había dado todo por perdido y pensaba que no le quedaba nada, se había vuelto a sentir vivo. Acababa de descubrir que quizá no estaba todo perdido. Como mínimo le quedaba su instinto de supervivencia.

4 comentarios:

Internautilus dijo...

Estupendo relato. Muy descriptivo e interesante. Un placer.

Anónimo dijo...

Hoy leía algo que tiene que ver con lo inesperado...eso es algo que si apreciamos nos hace sentir vivos...Muy vivo tu relato, incluso en la sombra hay risas...

El camino es el camino para cada uno con su diferente traje de piel...

Abrazo

fonsilleda dijo...

Buen relato mi querido afilador. Todavía hay esperanza, eso pienso yo también, espero que tu protagonista no la ahogue en el fondo de otra nueva botella.

Manuel dijo...

Extraordinario relato. No sé si deberías dedicarte de lleno a esto de jugar con las palabras, pues se te da muy bien.
He pasado un buen rato.
Un abrazo.

Amigos que leen este blog