31 de octubre de 2008

Los sonidos del silencio


¿Has oido alguna vez esa canción tan bella que te susurra la naturaleza? Son los sonidos del silencio, que cadenciosos nos arrullan.

El batir de las olas, el susurrar del viento, el murmullo de las hojas, el aleteo de los insectos... Son sonidos despreciados, desconocidos casi y, sin embargo, son de los más bellos cantos creados jamás. Escucha la vida, camina en silencio, oirás tus pasos quebrar las hojas marchitas de otoño, la caricia del viento entre las ramas, el repiquetear de la lluvia al caer, el mar acariciando la orilla....

Escucha, esos sonidos... son los sonidos del silencio.

fotografía de: ojodigital.net

26 de octubre de 2008

EL LOCO DEL PELO ROJO



En 1889, durante su estancia en un hospital psiquiátrico, Vincent Van Gogh pintó “De sterrennacht”, también conocido como “La noche estrellada”.

La pequeña habitación estaba pobremente iluminada por una bombilla que pendía desnuda del techo. El hombre estaba sentado en un pequeño taburete dándole la espalda a la puerta. Ante él tenía un caballete sobre el que había un pequeño lienzo en el que trazaba finas espirales de color azul, dejando entre una y otra un cuidadoso espacio en blanco. El viento aullaba en las afueras del sanatorio y aquella era su forma de pintarlo.

Sus espléndidos ojos azules únicamente retiraban la mirada del lienzo cuando tenía que levantarse para observar de nuevo el pequeño paisaje que le ofrecía el ventanuco abarrotado que había en la parte superior de la pared que daba al jardín. Necesitaba del taburete para poder mirar a través de los barrotes y aún así apenas llegaba poniéndose de puntillas para observar aquella magnífica noche que estaba empezando a caer. A lo lejos podía ver un pueblo, o quizá una pequeña ciudad, que se cobijaba bajo la sombra de una iglesia que en primer término dibujaba su silueta. Le resultó extraño, pero ni siquiera el campanario estaba iluminado. Al fondo las montañas parecían cerrarle el paso, como queriéndole indicar que aunque quisiera no podría salir de allí.

Bajó con cuidado del taburete, y se atusó su roja barba. Como buen pelirrojo era hombre de piel lechosa e infinidad de diminutas pecas que se extendían por toda su anatomía. Volvió a tomar la paleta y el pincel, cerró los ojos por un instante y se concentró en recordar lo que acababa de ver. Así, poco a poco se empezaron a dibujar en la parte baja del lienzo las primeras casas, en diferentes tonos azules para remarcar los claros de los oscuros, y con pequeños puntos amarillos en aquellas que supuestamente estaban iluminadas.

Volvió a asomarse por la ventana y entonces lo vio. El cielo ya se había oscurecido por completo y las estrellas habían hecho acto de presencia. Se agarró a los barrotes, hizo un esfuerzo con los brazos para poder subir a pulso a la altura de la ventana y así disfrutar mejor de aquella magnífica noche estrellada que tenía ante sí. Su boca abierta y la expresión de sus ojos hubieran delatado a quien pudiese haberlo visto que aquel hombre estaba extasiado mirando las estrellas, tal cual si hubiese tenido una aparición mariana.

Se quedó allí hasta que empezó a sentir calambres en los brazos y tuvo que dejarse caer. Se sentó en el camastro que había apoyado en una de las paredes. Allí se restregó los bíceps con las manos mientras seguía pensando en que la fortuna lo había acompañado justo aquella tarde. De nuevo se puso ante el caballete y empezó a pintar grandes manchas amarillas con el óleo que representasen las estrellas. Se paró por un momento a observar su obra y consideró que podía estar satisfecho de lo que había hecho.

Poco hay que se pueda pintar cuando estás encerrado en una institución mental y más si, como era el caso, se está aislado del resto. El confinamiento lo estaba volviendo aún más loco. No ver a nadie más que en momentos puntuales del día y estar en un habitáculo de poco más que dos por dos era demasiado incluso para alguien como él. En los primeros días se conformó con hacer bocetos en las servilletas de papel de la comida, hasta que en una de las inspecciones un celador encontró aquel montón de papeles y se los llevó. Se había quedado destrozado, no sabía qué tipo de medidas iban a tomar los médicos al respecto. De memoria se había dibujado a sí mismo en un par de ocasiones, en otra servilleta podía verse un campo de girasoles.

Le sorprendió cuando al día siguiente, junto al médico, llegó un celador cargando con un caballete, una paleta, un juego de pinceles, colores y una serie de pequeños lienzos en blanco. Tuvo una larga conversación al respecto con el médico y ambos llegaron a la conclusión de que no le haría mal alguno el poder dar rienda suelta a sus pasiones artísticas.

Sin embargo, una vez tuvo en su poder todo lo que le facilitaba su creación artística se vio incapaz de darle rienda suelta. Sentía la necesidad de poder salir al aire libre y pintar la naturaleza tal cual se le presentaba, necesitaba sentir el aire golpeándole en la cara, sentía la necesidad de ir bajo un manzano, arrancar una fruta roja, morderla y pintarla allí mismo, sobre la hierba. Pero sabía que aquello todavía no era posible. Sabía también que si acababa aquel lienzo que estaba pintando tendría que esconderlo para que nadie lo viese.

Desde hacía algún tiempo ya, no recordaba cuanto, vivía una vida robada. Había empezado a frecuentar galerías de arte en las que exponían obras de Vincent Van Gogh. Así fue como empezó a interesarse por la vida y obra del artista. Empezó a llenar su casa con todo libro habido y por haber sobre Van Gogh así como con reproducciones de gran calidad de sus cuadros. Se dejó crecer la barba igual que el artista y en un arrebato, para parecerse todavía más a él, había intentado cortarse la oreja. Pero no llegó a conseguirlo, le fallaron las fuerzas. Allí lo encontró su esposa, frente al espejo del lavabo con la navaja tras el lóbulo de la oreja y ésta sangrando. Aquella fue la noche en que lo internaron.

No... si quería que creyesen que estaba curandose, no podría mostrarle a nadie jamás aquella noche estrellada.

Tarragona, 17 de marzo de 2008

9 de octubre de 2008

Celtic Woman




Celtic Woman, con los ojos cerrados y sentada en lo alto de un acantilado, en ese lugar que durante tanto tiempo fue "el final de la tierra" en esa costa tan vuestra y que tantas historias ha recogido con el paso de los siglos. Tienes la cabeza alzada hacia el sol poniente que baña con su luz anaranjada tu rostro de pálida tez mientras el viento, apenas una brisa marina, juega a enredarse en tu ondulada melena color de miel.

Celtic Woman, abres los ojos y delante de ti se extiende ese mar al que tanto le debéis y piensas en toda esa gente que, por uno u otro motivo, se adentraron en sus aguas para no volver. Desde aquellos primeros guerreros celtas que se despidieron de sus familias para emprender la última batalla contra el enemigo -posiblemente algún navío que, proveniente del inhóspito norte azotara sus poblados- hasta aquellos que, sobretodo durante los dos últimos siglos, se vieron forzados por las circunstancias, o por un sueño, a cruzar el océano hacia otros lugares en busca de una fortuna que en la mayoría de los casos ni llegaron a oler. También piensas en todas aquellas gentes que han salido para ganarse el sustento de los suyos cada día con sus barcas, o simplemente pendiendo de unas cuerdas en busca de percebes y que le han dado el macabro nombre de Costa Da morte a una parte de vuestro litoral.

Planeando sobre las olas espumosas una gaviota hace alarde presumida del arte de volar. De vez en cuando cae en picado sobre el agua para, momentos después, cuando ya tiene la presa en su pico, volver a elevarse elegantemente. Si escuchas con atención podrás oír un canto embrujador que reconocerás al instante, el de las últimas sirenas, que situadas entre tu tierra e Irlanda aún intentan echarle el lazo a algún marinero despistado. Si fijas con atención la vista sobre el horizonte, poniendo tu mano sobre tu frente para que no te deslumbren los últimos rayos de sol, quizá puedas vislumbrar una columna de agua que aparentemente se eleve de la nada. Son las ancianas ballenas que hacen su ancestral camino hacia las aguas más frías del norte. Más en la orilla dos delfines te alegran la vista saltando juguetones sobre el agua.

Celtic Woman, aspiras hondo y puedes oler ese aroma tan característico del lugar, mezcla del fuerte olor a salitre del mar y las más variadas esencias de la montaña. Recoges con una mano un ramillete de lavanda y con la otra, de forma inconsciente, un puñado de tierra. Te levantas y aprietas esa mano fuertemente pensando en lo que le ha costado a tu gente decir -"Esta es mi tierra".

Celtic Woman, de un pueblo de gente sencilla y pobre materialmente, pero muy ricas en folclore y tradiciones, gente capaz de dar el último mendrugo de pan a un desconocido sin preguntarle ni de donde viene, gente curtida en el mar y en la montaña, gente a la que u8nos cuantos se encargaron de enseñar a infra valorarse para servirse de su esfuerzo, gente a la que le enseñaron incluso a avergonzarse de una lengua, la tuya, a la que defiendes con capa y espada.

Celtic Woman, descendiente de Breogán. Por tu sangre se mezclan el ardor del guerrero y la sabiduría del roble, de la que eres heredera. Celtic Woman, misteriosa como la niebla que se posa en algunos de vuestros lugares. Celtic Woman, con ese toque mágico que las mujeres de tu tierra tenéis, porque "haberlas haylas". Celtic Woman endurecida a base del sufrimiento de un pueblo constantemente castigado y condenado a una diáspora involuntaria, al exilio de miles de corazones que se quedaron allí, con sus familias esperando el regreso.

Celtic Woman, la noche ha ha caído y emprendes el descenso hacia la aldea bajo ese Campus Stelae que se ha descubierto sobre tu cabeza. Una fina lluvia empieza a caer y hace que te sientas viva. A medida que te acercas al poblado te vas sintiendo abrigada por el sonido de una gaita que desde el interior de su hogar hace sonar algún guerrero de los de antaño, celebrando su regreso del campo de la batalla.

Mientras avanzas, en el interior del frondoso bosque, te parece ver diversas luces en procesión, algo que posiblemente hubiese podido llamar la atención de algún curioso pero que a ti te produce un escalofrío y tratas con respeto. Un respeto imbuido por las supersticiones y por el hecho de que tú, verdaderamente, eres una Celtic Woman.

2 de octubre de 2008

En peligro de extinción

El otoño ha empezado a ganar terreno. Las temperaturas ya no son tan cálidas como hace unos días y eso hace que en la calle haya tanto gente con manga larga como con manga corta.


En la plaza del mercado aún pueden verse turistas ingleses de orondas panzas y rojas pieles quemadas por el sol intentando regatear con los gitanos del mercadillo, que ya han subido el precio de sus mercancías anteriormente para seguir sacando ganancias a pesar del regateo.

Las mujeres van arriba y abajo con sus carros llenos de compras y comentan sus vidas cotidianas y también las ajenas. Sin embargo no son ni los ingleses ni estas señoras las que hoy me interesan.

El peculiar sonido de su chiflo ha hecho que me girara hacia un punto impreciso del mercado. Un lugar donde se aglutinaba un buen montón de curiosos que no me dejaban ver. De nuevo ha sonado el chiflo, seguido esta vez del grito cuyo acento me ha confirmado que son como las meigas: Gallegos y a pesar del tiempo, haberlos haylos "EL AFILADOOOOOOOOR".

La curiosidad me ha podido. Me he dirigido hacia el grupo de curiosos y me he sumado a ellos. Allí estaba el hombre, escuálido y sucio, con un mugriento delantal. Los cabellos blancos, los ojos claros y unos dientes escasos y amarillos en su boca.

Como no podía ser de otra manera, junto a él había una bicicleta de paseo tan sucia, vieja y desvencijada como él mismo. En la parte trasera, en una especie de remolque, tenía la piedra redonda que hacía girar accionando un pedal. Allí era donde él trabajaba, para deleite de todos los que allí estábamos reunidos, con un cuchillo que no sé si era suyo o de alguien que le había encargado afilarlo. Allí el hombre forjaba los músculos del cuerpo al apretar la hoja del cuchillo contra la mola. Allí el hombre parecía estar en comunión con su ancestral trabajo y olvidarse de los que lo rodeabamos.


El sonido del metal contra la piedra me produce dentera. Siempre me la ha producido, pero el hechizo del afilador ha podido más que la dentera y, porqué no decirlo, mi trabajo, que he dejado descuidado por unos instantes.

El móvil me ha sacado de mi ensimismamiento. Me estaban esperando y llegaba tarde. Lástima, he pensado, que las nuevas tecnologías puedan con las artes tan antiguas. Qué queréis que os diga, me ha gustado ver a alguien que pertenece a una especie en peligro de extinción.


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