18 de febrero de 2009

Las siete de la mañana

Las siete de la mañana. Todavía es oscuro. El hombre se ha despertado sin necesidad de que sonara el despertador. Rutina diaria. Con sumo cuidado de no despertar a su mujer se desliza hasta sentarse en el borde de la cama. Se mira los pies cavilando, se rasca la reluciente calva y se pone las zapatillas de ir por casa.

Octubre de 1905. Los soldados del Acorazado Principe Potemkin, enviado a reprimir los movimientos obreros de Odessa, deciden rebelarse ante las condiciones de sus alimentos y el trato de el comandante Golikov.

Se coloca las gafas de pasta negras. Empieza a caminar por la casa cabizbajo. La luz de una farola se filtra por la ventana de la cocina. Se pone las manos sobre la zona lumbar, que le molesta un poco, y hace un estiramiento hacia atrás. Llega al baño.

El marinero Vakulinchuk es el primero en hacer brotar entre sus compañeros el germen de la revolución, pero es asesinado por los oficiales. Lo sucede entonces Matiushenko, que con ayuda del resto de la tripulación consiguen hacerse con el mando del acorazado.

Enciende la luz del baño y se sitúa delante del espejo. Se quita las gafas. Abre el grifo y se lava la cara. Durante un momento se apoya en el lavabo mientras observa el reflejo que le devuelve el espejo. Coge la espuma de afeitar, agita el bote y se la aplica sobre el rostro. Empieza a afeitarse aplicando especial cuidado a la zona del cuello, en la que la papada ya empieza a colgar. Se enjuaga la boca. Orina. La rutina diaria.

Al llegar a Odessa los marineros del Principe Potemkin muestran el cadáver de Vakulninchuk al pueblo como un mártir de la revolución. Los soldados zaristas llegan a Odessa. La represión no distingue entre hombres, mujeres o niños. Eisenstein dejará para siempre reflejada en nuestra retina la imagen de un niño cayendo por la escalinata de la ciudad con su carro después de que su madre haya sido brutalmente asesinada.

Retrocede sobre sus pasos y se dirige a la cocina. Empieza a clarear. La luz de la farola ya se ha apagado. Abre la nevera, saca una botella de leche, coge un vaso de la despensa y lo llena. Mete el vaso en el microondas. Mientras espera que se caliente la leche se deja caer apático en una silla, con la cabeza caida sobre un hombro y el brazo apoyado sobre la mesita auxiliar.

El acorazado Principe Potemkin se aleja de la costa de Odessa. Los ánimos entre los marineros del Potemkin poco a poco van decayendo. Piensan en la represión que les espera. Finalmente se entregan en el puerto rumano de Constanza.

El microondas pita indicando que la leche ya está caliente. El hombre sale de su ensimismamiento. Se levanta, saca el vaso de leche del microondas y lo deja encima de la mesita. Abre otra despensa. Saca un bote de café soluble y unas magdalenas.

Aunque sea el más conocido, el Principe Potemkin no fue el único acorazado en rebelarse. El Ochakov o el Rostilov son ejemplos de barcos que hicieron lo mismo.

Moja la magdalena en la leche. La levanta y la mira mientras chorrea. Vuelve a dejarla caer de golpe en la leche. Aparta el vaso con una mano. Vuelve al baño. Se pone el albornoz.

12 de marzo de 1917. Moscú se alza en armas contra el zar y su familia. Muchas han sido las especulaciones sobre lo que realmente pasó, sobre donde está enterrada la familia real rusa. Muchas han sido las especulaciones sobre la posible fuga de una miembro de la familia real.

Abre la puerta del patio. El setter corre a saludarlo meneando la cola. El hombre le acaricia la cabeza sin ganas. Coge la regadera. Deja caer el agua sobre las macetas con mimo. Sólo entonces un atisbo de sonrisa se asoma a sus labios. Esto hace que en su frente se dibujen dos enormes arrugas.

Las provincias rusas siguen el ejemplo de la capital. Se establece un gobierno provisional mayoritariamente integrado por la duma. Los bolcheviques van ganando adeptos por todo el país. Sin embargo fueron proscritos y Lenin tuvo que esconderse.

Por un momento siente frío. Con una mano se sujeta el albornoz. Mira hacia el cielo frunciendo el ceño. Parece que será un día nublado. Va a entrar hacia la casa. Recuerda que tiene que ponerle de comer al setter. Se gira. Coge un saco de pruina. Le pone al animal su ración. Vuelve a entrar en la casa.

Entre el seis y el siete de Noviembre los soviets se hacen con el poder. Lenin es designado jefe del gobierno.

El hombre sabe que ese es el primer día de su nueva vida. Aún así se niega a pensar que con 65 años no sirva para dar clases. El profesor de historia acaba de repasar mentalmente la última clase que dio a sus alumnos. ¡Jodida jubilación!

13 de febrero de 2009

El bebito W.

Una de las cosas buenas que tiene mi trabajo es que en ocasiones uno se encuentra con gente agradecida y en otras ocasiones uno tiene la suerte de encontrarse con gente realmente especial. Hoy he tenido la suerte de encontrarme estos dos términos conjuntados en una sola persona.

W. acudió a mi servicio hace ya igual un año, como siempre con su inseparable gorra de piel ladeada. Es un hombre que en la actualidad rozará la sesentena. De piel y cabellos muy oscuros uno podría pensar que quizá fuese descendiente de alguna de las tribus indígenas que en tiempos no tan remotos habitaron las tierras uruguayas.

Hará ya unos meses que quedaron los trámites de su nacionalidad pendientes de respuesta por parte de los estamentos oficiales.
Aparte, la muerte de su "viejita" como la llamaba él también retrasó las cosas dado que tuvo que volver a su país para hacer gestiones y vista la situación aquí, ya me comentó que se lo pensaría antes de volver.

Sin embargo allí estaba él esta mañana con una radiante sonrisa, en la puerta del despacho. -¿Sabés? Sólo venía a enseñaros esto-
Me ha dicho alcanzándome un papel que con presteza he desdoblado.
-Por fin soy gallego-Ha comentado refiriéndose a ser español
-y os tengo que dar las gracias a vos por vuestra ayuda.
Era cierto. El papel era la notificación oficial en la que le indicaban que le habían aceptado la nacionalidad española.

-¿Permitís?- ha preguntado mientras apartaba una de las sillas que hay justo al otro lado de mi mesa- Quería enseñaros algo que creo que te gustará ver.- Con un gesto le he indicado que claro, que podía sentarse, que para algo estaban allí las sillas.

Ha empezado a rebuscar en su cartera y ha sacado una foto en blanco y negro que me ha pasado.
En ella había un hombre alto, con el pelo rizado y gran sonrisa, flanqueado a un lado por un bebé al que sujetaba en brazos y al otro por una mujer menuda, de facciones marcadamente indígenas y larga cola de pelo.
-Esta foto- ha continuado diciéndome- la tenía mi viejita en casa y yo ni la recordaba, me la enseñó muchas veces de pequeño pero hasta que no recogí sus cosas no volví a recuperarla. Supongo que reconocerás al hombre.

Lo he mirado con atención y si bien podía ser que quizá alguna vez lo hubiese visto, podía reconocerlo del mismo modo en que puedo reconocer a alguien anónimo con quien me topo de vez en cuando por las calles de mi ciudad. -No me jodás Eduardo- Me ha inquirido W.- Me decepcionás- Anda, pegále la vuelta a la foto.- No me ha explicado el misterio que se esconde detrás de ella ni la situación en que fue tomada, pero sólo con lo que había allí escrito ha sido suficiente como para dejarme perplejo por una buena temporada. En la parte superior de la foto, en letras muy pulcras, podía leerse una frase. Debajo de esta frase un pequeño poema que ahora mismo no recuerdo. La frase de la parte superior decía: -Al bebito W. de Victor Jara.-


3 de febrero de 2009

Este por mi diente

Entró al callejón jadeando y frenando el paso. Apoyó la mano en un contenedor y se puso a reír como un loco mientras recuperaba el aliento. Todavía le parecía imposible que hubiese sido capaz de volver a hacer algo como aquello. Hacía tanto tiempo que se sentía fuera de todo que ya no recordaba lo que era sentirse de nuevo vivo. Sí, así se había vuelto a sentir.

Parapetándose detrás del contenedor apoyó la espalda en la pared, echó la cabeza hacia atrás todavía resollando y se dejó caer hasta el suelo. Había llegado al pueblo aquella misma tarde. Todo su pequeño mundo iba cargado en la diminuta mochila que llevaba a su espalda. Si no hubiese sido por su aspecto sucio y sus ropas andrajosas hubiese podido pasar perfectamente por uno de tantos turistas de piel blanca, canosos, de ojos azules y plagados de pecas que frecuentan nuestra geografía en verano.

Lucía barba de varios días. Avanzaba a paso lento, posiblemente a causa de sus zapatillas destrozadas que dejaban entrever los dedos sucios y encallecidos de sus pies. Hacía tiempo que pensaba en cambiarlas, pero cuando había reunido suficiente dinero para ello siempre lo vencía la tentación de comprar alguna botella con la que alegrarse la jornada.

Se paró a la puerta de una pequeña frutería donde unos melocotones lustrosos incitaban al pecado de la gula. No le dieron opción ni a tocarlos. En cuanto hizo ademán de acercarse a la fruta el tendero se posicionó en la puerta con pose inquisitiva. Él hizo una mueca forzada y hurgándose en el bolsillo sacó una moneda de Euro con la que contentar al comerciante. Cogió una pieza de fruta y siguió su camino.

La noche había caído y la luna se reflejaba ondulante sobre el mar. Sentado en una pequeña cala resguardada de miradas curiosas el hombre aspiraba los fuertes aromas del salitre mezclados con el dulce olor del melocotón que comía con gran deleite de su paladar. A fin de cuentas el tendero tampoco se había portado tan mal, le había dejado coger la pieza más grande.

Cerca de donde estaba, una pareja se sumía en sus escarceos románticos. Mientras mullía con sus manos la mochila que utilizaría a modo de almohada para pasar aquella noche en la playa, pensaba que él también, tiempo atrás, había sentido la urgencia del deseo amoroso. Le resultaba paradójico. Por aquel entonces los portales oscuros no eran furtivos refugios donde pasar la noche. El muchacho se sentó e increpó al mendigo en varias ocasiones gritándole que dejase de mirarlos y que se largase. El hombre hizo caso omiso de los gritos del chaval y tumbándose en la arena se dispuso a mirar el cielo antes de dormir. Mañana tendría que darse un baño en la playa para quitarse toda la arena de la noche.

No tuvo tiempo de incorporarse. Escuchó el ruido amortiguado por la arena de alguien que avanzaba corriendo hacia él y sintió un fuerte golpe en la cara. El muchacho le había pegado una patada mientras lo llamaba maricón de mierda. Sangraba por la nariz y por la boca. Dentro de ella notó un diente suelto. Se lo había arrancado con el golpe. Escupió al suelo tiñendo la arena de rojo. El diente cayó al suelo mezclado con la sangre. El segundo golpe no llegó a acertarle. Con más agilidad de la que él mismo hubiese esperado se hizo a un lado y le sujetó al muchacho la pierna con sus manos. Sin tan siquiera pensarlo le mordió como un perro rabioso a la altura del muslo. El muchacho profirió un grito en el que se mezclaban la rabia, el dolor y la sorpresa, mientras golpeaba con las dos manos cogidas a modo de maza la espalda del hombre.

Cuando el mendigo soltó la pierna del muchacho éste se llevó las manos instintivamente a la zona dolorida, cosa que el hombre aprovechó para incorporarse y propinarle un buen puñetazo en la boca. –Éste por mi diente- Sin pararse a recoger la mochila el vagabundo hecho a correr ahuyentado por los gritos de la novia del muchacho y temiendo que éste pudiera recuperarse en cualquier momento.

En el paseo marítimo habían empezado a agolparse algunos curiosos. Tras de él notó al muchacho persiguiéndolo. Tuvo que abrirse paso a empujones hasta la carretera. Ya no tenía edad para estas cosas. Su salud tampoco era precisamente una maravilla. Le faltaba el aire por momentos, temía caer redondo en cualquier instante, en cualquier lugar. Sabía que entonces el muchacho lo atraparía y no quería pensar en lo que pudiese hacerle. Además fijo que a esas alturas alguien más se habría sumado a su búsqueda.

Cruzó calles sin pararse a mirar en los semáforos, los coches le pitaban, la gente le gritaba, no conseguía distinguir con claridad su entorno, tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle dentro del pecho.

Siguió corriendo y corriendo hasta que llegó a un callejón que le pareció lo suficiente oscuro como para darle esquinazo a sus perseguidores. Allí podría tomarse un respiro. La cara de sorpresa del chaval al recibir el mordisco le asaltaba una y otra vez haciendo que no pudiese dejar de reír de forma histérica. Cuando ya había dado todo por perdido y pensaba que no le quedaba nada, se había vuelto a sentir vivo. Acababa de descubrir que quizá no estaba todo perdido. Como mínimo le quedaba su instinto de supervivencia.

1 de febrero de 2009

El café de Jerry

El café de Jerry, durante años, había sido de los más frecuentados de aquella zona. Su situación estratégica en una de las estrechas callejas anexas al centro neurálgico de las grandes oficinas y despachos de la ciudad y el hecho de que no fuese un bar corriente hacía que cierto tipo de público lo prefiriese ante esos locales.

Se trataba de un pequeño café apenas iluminado por unas bombillas desnudas que le conferían cierto tono íntimo al local. Como buen irlandés, la especialidad de Jerry era el buen té, del tipo que fuese, acompañado por sus inseparables pastitas. Allí también se podía disfrutar, si uno tenía suficientes redaños y avisaba con tiempo, de uno de esos pantagruélicos almuerzos británicos que contienen desde el zumo y las tostadas hasta los huevos pasados por agua y las judías pasando por las inevitables salchichitas. También se servían el ineludible cortado con su inseparable croissant de repostería industrial, a los que Jerry nunca puso buena cara. A pesar del tiempo que llevaba en este país nunca llegó a comprender ciertas cosas.

La clientela de su local también era completamente diferente a la clientela del resto de bares aledaños. En el de la esquina de enfrente acostumbraban a reunirse los obreros y las personas que querían un buen bocata de lomo con queso; en el local de franquicia que había justo en la puerta de al lado la gente entraba rápidamente a comprar un café para llevar en vasos de papel y consumir mientras seguían apresurados su paso. Podría decirse que al bar de Jerry la gente acudía a disfrutar de la tranquilidad que se respiraba, acentuada por la música instrumental, ya fuese clásica, Jazz, o arpa tradicional irlandesa.

Al local de Jerry la gente podía acudir tranquilamente para tener una larga conversación. Siempre había con quien hablar. A la entrada, justo las dos primeras mesas redondas de mármol gris, solían estar siempre ocupadas por un grupo de maestros universitarios jubilados, que divagaban constantemente sobre sus respectivas materias y siempre agradecían que alguien se sentara con ellos a departir y escucharles; las mesas del centro del local solían ser las que ocupábamos los que salíamos un momento de nuestro trabajo para tomar un tentempié a media mañana; en las mesas del fondo acostumbraban a haber un nutrido grupo de señoras también jubiladas que, especialmente los días de mercadillo, acostumbraban a dejarse llevar por el recién descubierto placer del té y las pastitas. También allí, junto a ellas, era donde a veces podía verse a algún ejecutivo, o quizá algún comercial, tratando temas de interés con la tranquilidad de la que no disponían en otros sitios. A medida que uno iba llevando tiempo acudiendo al café de Jerry, uno de los mayores placeres era el de almorzar en la barra bromeando y comentando las noticias del periódico o el partido de fútbol con el propio Jerry, hombre risueño y, sólo quizá, demasiado irlandés: a partir de las doce del medio día era más que fácil verlo apoyado en la barra, cuando no tenía trabajo, acompañado de un chupito de güisqui, que siempre recargaba de inmediato, mientras conversaba con algún cliente.

Sin embargo uno de los problemas que tenía aquel local era precisamente ese: la clientela. Los ancianos se mueren, las mujeres que van a desayunar cuando van al mercadillo suelen ser caprichosas y les cuesta poco cambiar de local a la mínima que haya una nueva apertura cerca y a los empleados los despiden o simplemente cambian de empleo, pero la cafetería de Jerry no conseguía renovar su clientela.

Así pues, poco a poco fuimos quedando cada vez menos clientes asiduos y en las conversaciones de Jerry cada vez era más frecuente una palabra: Crisis.

Daba pena entrar al local, habiéndolo conocido en sus momentos de mayor esplendor, y encontrarse con casi todas las mesas redondas. Lo mejor, para combatir esa situación de angustia, era sentarse en la barra, junto al barman. Sin embargo cada día que pasaba el semblante de Jerry se tornaba más sombrío. Era frecuente verlo sentado en su taburete, tras el mostrador, con la mirada perdida en el suelo mientras intentaba ofrecer un amago de sonrisa a quien le hablaba. Hacía meses que había puesto el local en traspaso, pero no parecía haber nadie que quisiera hacer la inversión.

Una tarde, después de trabajar, pasé por el café de Jerry a tomarme una copa de vino. No pude dejar de recriminarle que, con lo exquisito que acostumbraba a ser, me ofreciera un vino de brick a lo que de mala manera me respondió que si no me gustaba podía coger la puerta, como todos, y dejarlo con su negocio haciendo aguas por doquier. Entonces, antes de que pudiera replicarle o levantarme para salir por la puerta entró el niño. Aquella fue la primera vez que lo vi.

Era un mocoso menudo, a todas luces sudamericano, quizá peruano o de ecuador. De piel oscurísima y cabello aún más negro. No pasaría el mozalbete de los siete años pero sus ojos ya tenían el brillo especial de quien suplica. Dejó caer la mochila de la escuela al suelo de golpe y se encaramó como pudo a un taburete. Allí se quedó mirando a Jerry, sin decir nada. Tampoco hacía falta. El semblante del irlandés cambió súbitamente. Se tornó dulce como nunca antes lo había visto. Sus mejillas sonrojadas parecieron ganar color con aquel gesto. Se volvió hacia la cafetera, calentó un vaso de leche que puso ante el muchachito y le ofreció un croissant.

El niño bebió la leche con la avidez y la desesperación de quien llevara días sin beber líquido alguno y se guardó el croissant en un bolsillo de su chaqueta. –Se lo daré a mi mamá- dijo a modo de explicación. Jerry salió de detrás de la barra mientras el niño volvía a ponerse la mochila en la espalda, le dio un abrazo y le susurró en inglés –God Blesh you my litle friend (Que dios te bendiga, mi pequeño amigo). Igual de rápido que llegó, el muchachito desapareció por la puerta sin tan siquiera haberse limpiado el cerco blanquecino que le había dejado la leche en los labios.

-¿Sabes Teo? – Me dijo Jerry melancólico- Este niño es mi amigo, te lo digo de veras, viene cada tarde y lo protejo, que nadie le toque un pelo porque entonces tendrá que vérselas conmigo.

Era una fría tarde de invierno. A las seis ya había anochecido, la ventisca soplaba con fuerza y la lluvia castigaba el rostro de los viandantes invitándoles a quedarse en casa. Al salir del trabajo, como ya iba siendo habitual (reconozco que había tomado esta costumbre más que nada para hacerle algo de compañía al irlandés) acudí al café de siempre. Estaba tomándome un té gris cuando se abrió la puerta con brusquedad y aparecieron el pequeño niño y una mujer, no mucho más alta ni mucho más gruesa que él pero sí mayor. La mujer lloraba, tenía evidentes muestras de haber sido golpeada en el rostro y una de las comisuras de su labio sangraba. El niño, con la cara amoratada por los golpes, le infundía ánimos.

-No te preocupes mama, este señor es bueno y nos protegerá.-

En esos momentos a uno el alma se le cae al suelo y la rabia no puede dejar de contenerse. Hice un movimiento reflejo hacia los dos recien llegados pero ambos retrocedieron, por lo que desistí pensando que lo más sensato era llamar a la policía.
Jerry se limitó a preguntarles que qué les había pasado y la mujer, asustada y entre sollozos respondió que se habían caído por la escalera, pero el niño, golpeándola con sus puños en las piernas y con un súbito acceso de llanto le recriminó que le mintiese a un hombre tan bueno y dijo que papá les había golpeado, que se habían ido de casa y que ahora venía siguiéndoles por la calle pero que se habían escondido allí porque el hombre bueno podría ayudarlos.

¿Sabes una cosa Teo?- Empezó a decir Jerry mientras desaparecía debajo de la barra.
-Yo ya estoy jodido por esta puta crisis, y no tengo futuro.- Lo primero que asomó de nuevo fue una de las manos del Irlandés haciendo palanca para volver a levantarse.
-Pero él es un niño, y tiene toda una vida por delante.- continuó como si la cosa no fuese con él mientras amartillaba una escopeta de dos cañones que había sacado de debajo del mostrador.

Dios sabe que quise pararlo, pero con la mano que no le ocupaba la escopeta y con una mirada paralizadora me indicó que lo mejor era que me quedase donde estaba. Subiéndose el cuello de su gruesa camisa de franela y ajustándose las gafas, como quien quiere ver mejor, Jerry se perdió, al salir por la puerta, en la oscuridad de la noche bajo la ventisca y la lluvia. No he vuelto a ver a Jerry, lo poco que he vuelto a saber de él fue a través de las páginas de sucesos de los diarios y las noticias de la televisión.

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