9 de septiembre de 2012

La verdad es que he entrado al bar porque no había otro cercano. La canícula y un cuarto de hora libre antes de visitar al médico invitaban a tomar algo fresco. Era un antro pequeño, con una mesa redonda y dos sillas de plástico en la puerta. El interior parecía retrotraer al visitante a unas cuantas décadas anteriores, cuando las paredes y los muebles en combinación de amarillo y un enfermizo ver
doso amarillento parecían ser el estándar junto con acolchados bancos color burdeos en las paredes. Dentro del local no había nadie a excepción de la camarera y el crío. Ella debía de rondar los sesenta y el chaval no creo que llegara a los ocho años.

En la radio, una emisora de radio-formula, sonaba I will Always loves you en la gloriosa versión de Withney Houston. El chaval se agarraba a un paquete de mentos con las dos manos como si le fuera la vida en ello. Con los ojos cerrados y una falta de pudor propia únicamente de los niños o de aquellos que carecen de lucidez, simplemente vivía la canción. No tenía ni idea de inglés, berreaba a voz en alto una mezcla inventada que todos, no nos engañemos, hemos usado alguna vez para emular lo que otros cantan en inglés. La diferencia era esa, que el chaval lo hacía en un sitio público y realmente lo vivía, era como si se supiera de memoria la canción, marcaba las pausas, sonreía y entre estrofa y estrofa giraba sobre sí mismo, a un ritmo meticuloso, mientras hacía reverencias a su ficticio público. Sólo entonces soltaba con una mano el paquete de caramelos para llevársela al pecho mientras se inclinaba agradeciendo a aquellos que, aún no existiendo, lo aclamaban, pidiéndole otra canción. No se ha hecho esperar, después de una pausa marcada por el fin de la canción, durante la que ha jugado a tirar los caramelos al aire y atraparlos con las manos, le ha tocado el turno a otra gran diva, Celine Dion, que nos recordaba que Leonardo Di Caprio amará en el celuloide para siempre a Kate Winslett. El chaval ha iniciado una vertiginosa ronda de vueltas sobre sí mismo, con una mano estirada mientras con la otra aferraba con más fuerza, si cabía, los caramelos. Cuando ha parado, al menos en su interior, se había convertido en Celine Dion y realmente vivía el romance del Titanic en su inglés inventado, con aquella emoción contagiosa que producía cierta envidia, por poder mostrar sus emociones interiores de aquella forma tan desenfadada, a la vez que preocupación por el futuro del muchacho. ¿Realmente hay cabida para alguien así en nuestra sociedad? ¿Qué palos tendrá que recibir el muchacho de la vida si sigue mostrando abiertamente esas tendencias?

La mujer, la abuela supongo, lo miraba con una mezcla de lástima y mucho cariño mientras repasaba con un trapo las copas. Las almendras y la caña sin alcohol no han dado para mucho más. Además, mirando el reloj, me he cerciorado de que era casi la hora de la visita médica. He pagado, los papeles se me han caído al suelo y la anciana ha tenido que ayudarme a recogerlos, y he salido por la puerta con esa sensación de que, dentro de todo, el crío es afortunado al poder disfrutar de eso todavía, sin tener que preocuparse, al menos en esos instantes, de crisis económicas ni políticas, de paros o hipotecas. Quien sabe luego lo que le esperaba en casa. Ahí ha quedado ese germen de artista en ciernes, disfrutando del más barato y potente de los juguetes: la imaginación de un niño.

4 de septiembre de 2012

Despertó al alba, con la leve brisa que se colaba a través de la cortina. Alzo el cuello y se congratuló, con una sonrisa, de que ella siguiera allí tumbada después de aquella gran noche. Los aromas del incienso y de la lujuria le dieron tenuemente los buenos días. Alzó la sabana, con cuidado, y observó su dorso desnudo, desde la nuca hasta casi los pies, un territorio que había aprendido, la noche anterior, a recorrer con sus labios antes de que ella se durmiera.

Las puntas de sus dedos, en una caricia evanescente, empezaron a famtasear con recorrer de nuevo el cuerpo dormido. Empezaron con apenas un roce por el cuello, siempre con cuidado de que ella no despertara. Cuando llegó a la altura del cuello ella emitió un leve quejido y hizo ademán, aún dormida, de querer apartarlo como si fuera una mosca. Él retiró la mano con premura y observó, divertido, hasta que le pareció que podía emprender de nuevo aquel recorrido que tenía en mente. Se sintió como un niño travieso, consciente de que lo que está haciendo está mal, pero irremediablemente atraído por el morbo de lo prohibido. Cuando llegó hasta el coxis dudó un instante. Decidió continuar con la caricia entre sus nalgas. Ella respondió abriendo levemente las piernas y emitiendo un quedo gemido. Empezaba lo que parecía que iba a ser un buen día.

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