El señor Esteve observaba con ojos inquietos
los libros púlcramente apilados en los estantes. Tenía sus manos
extendidas sobre ellas sin llegar a tocarlos. Un ligero temblor de sus
dedos, el constante ir y venir de los ojos, propio del niño que tiene
ante sí un montón de regalos de reyes y no sabe por cual empezar, y la
punta de la lengua humedeciendo una y otra vez sus labios podían dar una
idea acerca del estado nervioso y de
ilusión en que se encontraba. Sus manos, de encallecidos dedos morenos y
uñas renegridas del trabajo en la tierra, se desplazaban de un lado al
otro del estante frente al que estaba, sin decidirse por ningún libro.
Cuando me vio primero bajó la vista rápida, como si nuestras miradas no
se hubieran cruzado. Después, al ver que yo seguía observandolo, me
lanzó una sonrisa mostrando una boca desdentada con una enorme y rosada
lengua. Con un dedo me hizo gesto de que me aproximara. -Vine, bailet1,
que em faràs un favor- me susurró con una mezcla de respeto místico y
complicidad mientras sus manos pasaban de estar encima de los libres a
mostrarme el rincón, justo junto a él, que esperaba que ocupase.
Cuando pienso en las flores de mi infancia no siento el olor a rosas. Y
sin embargo, al pensar en las tardes de mi niñez jugando en el callejón
en que acababa mi calle lo que recuerdo es que un enorme rosal cubría
de espinas la tapia que limitaba el mundo infantil de aquellos críos que
traíamos a los vecinos de cabeza con nuestras escandaleras cuando
jugabamos a indios o vaqueros o simplemente al escondite. No sé,
cercanos los cuarenta hay veces que intento pensar en mi niñez, o en mi
infancia, y veo que los recuerdos se diluyen como una pintura acuarela
con el agua, convirtiendo las formas en un simple borrón. Sin embargo sí
que hay un recuerdo que tengo claro a base de haberlo vivido una y otra
vez tarde tras tarde en las ociosas jornadas de vacaciones estivales.
Al empezar a caer el fresco aparecía doblando la esquina el señor
Esteve, un personaje quizá anacrónico, en vías de extinción, vestido con
su roñosa gorra de visera, su mugrienta camisa blanca y sus raídos
pantalones de un color que no sabría definir, entre gris y azul. Calzaba
espardeñas y siempre lo veías venir ligeramente inclinado hacia
delante, con una mano en la espalda, justo detrás de la negra faja. Con
la otra mano tiraba de su burro manso que traía tras de si un carro
cargado de extraños aperos, de sacos y de verduras. Un carro extraño, un
carro de madera, con ruedas de madera, tirado por un animal grande, de
pelo recio y enormes ojos oscuros.
Poco antes de llegar al
lado derecho del callejón se encontraba la más desvencijada de las casas
de aquella parte de la calle. Una casa todavía de piedra, con una
enorme portalada de madera roja que daba al establo en que pasaba las
noches el rucio.
Nunca, siendo un niño, recuerdo haber cruzado
una palabra con el señor Esteve más allá de pedirle permiso para poder
acariciar al burro, que venía con una especie de parches en los ojos
para que sólo pudiera mirar hacia delante.
Desconozco qué se
hizo del animal. Desconozco también el momento en que el señor Esteve
dejó definitivamente sus tareas del campo para jubilarse, aunque
sospecho que esto tuvo que ver con que sus hijas se casaran y él
enviudara, teniendo que quedar al cargo de todo.
Debía yo de
cursar quinto o sexto de E.G.B., donde me quedé plantado por mi
deficiente salud, cuando desde el colegio organizaron una excursión a
las ruinas romanas de la ciudad. Llegó el autobús de críos al Campo de
Marte, desembarcamos en tropel y de nuevo me falla la memoria cuando no
sé si es que el señor Esteve había venido con nosotros en el autocar o
es que estaba por allí. Lo que sospecho es que fuese como fuese, contaba
con la complicidad de los maestros del pueblo para poder adherirse a
nuestra visita. Lo recuerdo aquel día con su gorra, con su camisa igual
de mugrosa que si hubiera ido a trabajar y con sus pantalones raídos,
avanzando con las dos manos en la espalda mientras mantenia en la boca
una colilla de picadura apagada. No perdía ojo de lo que se veía y se
decía acerca de los romanos. Es más, recuerdo que farfullaba para sus
adentros cosas a las que no le presté, en aquel momento, la menor
atención.
Empecé a ir al instituto y la necesidad de adquirir
algun libro, o simplemente el placer de hacerlo, otra cosa que también
se me ha olvidado, me condujo a la librería la misma tarde en que el
señor Esteve contemplaba extasiado los libros que había ante él. Cuando
llegué a su lado se quedó callado en primera instancia, se llevó una
mano al pecho empezó a parpadear con gran intensidad y a humedecerse los
labios a un ritmo vertiginoso con la punta de la lengua. Me tomó de un
brazo, se agachó hasta quedar a mi altura y me susurró un secreto: El
señor Esteve no sabía leer ni escribir. A pesar de todo me pidió que le
ayudara a escoger un libro que fuese bueno sobre los romanos esos que
habían habido por estas tierras hace tanto tiempo. Lo lamento pero una
vez más os dejaré con la incógnita porque mi memoria tampoco me sabe
decir cual fue el título que finalmente elegimos.
Volvimos a
casa en autobús y aquel sí que fue el verdadero inicio de una extraña
amistad. En aquel viaje me explicó que hacía que le leyesen los libros y
en ocasiones se iba al archivo territorial para que le contasen cosas.
En aquel viaje descubrí lo extraordinaria y certera que era la memoria
de aquel hombre con todo lo que se relacionaba con los romanos. -Los
romanos-empezó a mascullar con un dedo en alto, emocionado, como el crío
que se enfrenta a soltar la lección de carrerilla en día de examen-
llegaron a Tarragona el 218 A.C.-
Mis viajes al instituto en
autobús eran diarios y casi a diario empecé a coincidir con el señor
Esteve a una u otra hora en el autobús. Pronto aprendí a identificar el
gesto de poner el dedo en alto y dejar la mirada perdida como símbolo
del esfuerzo que tenía que hacer aquel buen hombre para seleccionar la
información que atesoraba en su mente y soltarla de carrerilla.
Cuando, tras diversos problemas físicos quedé en cama sin poder
levantarme el señor Esteve fue de los que pronto notaron mi ausencia y
supongo que eso fue lo que le inculcó el valor de superar una barrera
que no había superado hasta ahora, que era la de mi hogar paterno.
Recuerdo que venía de tarde en tarde, con una bolsa de tomates o unas
lechugas, se quitaba la gorra ante mi madre y le preguntaba si estaba el
bailet y si podía pasar a verlo. Se traía él sus libros sucios de barro
o a veces simplemente me pedía educadamente que le leyese algún pasaje
de los libros de historia del instituto o la escuela.
Por
fortuna debo ser mala hierba y una septicemia no pudo conmigo, así que
aún tardando largo tiempo acabé más o menos recuperandome y pudiendo
volver a la rutina de las clases en el instituto y las conversaciones en
autobús sobre los romanos en el autobús. Una vez intenté sonsacarle
acerca de la guerra civil. Me miró con la boca abierta en mitad de una
frase, miró por una ventanilla y allí se quedó un buen rato hasta que
volvió en sí mismo y de nuevo empezó a hablarme de los romanos, como si
yo no hubiera preguntado nada. No volví a intentarlo.
Llegó el
final de mis estudios de F.P. Y cuando le dije al señor Esteve que iba a
Tunez volvió a sorprenderme. Sus conocimientos iban más allá de los
romanos en Tarragona o en la propia ciudad de Roma. -Hi ha-me dijo
emocionado- un amfiteatre molt gran que l'anomenen del Djem allà al
desert2 i si vas a Cartago, que tambè està a Tunicia, m'has de portar
una postal d'allà on era Anibal-
Desconocía hasta que él lo
nombró la existencia del anfiteatro del Djem, pero estuve allí y estuve
en Cartago. Le llevé una postal y no me atreví a defraudarlo diciendole
que las ruinas que se visitan de la ciudad (al menos en aquel momento)
eran poco menos que las del foro de Tarragona.
No puedo ponerle
final a esta historia, una vez más la memoria no me lo permite. Después
de mi viaje a Tunez la salud del señor Esteve empezó a deteriorarse y
desconozco donde acabó sus días. Todos conocemos el final de esta
historia, solo me queda pensar que, allí donde esté, la energía del
señor Esteve fluya junto a la de aquellos romanos imperiales a los que
tanto amaba.
13 de abril de 2013
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