17 de noviembre de 2008

Se llamaba Matilde. El cabello gris ceniciento lo llevaba siempre recogido en un gran moño sujeto con agujas metálicas negras. En su ancho rostro, de carnosas mejillas caídas por la edad y marcadas por las viruelas dibujaba siempre algo parecido a una media sonrisa. Sus amplios labios rosados se mostraban resecos y cortados por el paso del tiempo.

Se llamaba Matilde y por todo juguete siempre tuvo aquella muñeca de trapo con ojos de botones y cabeza rellena de serrín, con dos coletas de lana a los lados. Si quería saltar a la comba lo hacía en el patio interior, debajo de los tendederos, con una cuerda prestada, y para dibujar una pídola y jugar tampoco es que se necesitara demasiado.

Se llamaba Matilde y se sintió engañada. Aquel primer beso con aliento a vino que intentó colarse en su boca buscando su lengua y provocándole arcadas, la rudeza de su marido buscando sus senos, la aspereza de la paja en el carro y aquel hedor de después de una dura jornada de trabajo en el campo, nada tenían que ver con la concepción que ella se había hecho de lo que sería el amor de su vida.

Se llamaba Matilde y perdió su juventud encerrada en casa entre cacerolas, escobas y pañales. Pocas eran las ocasiones en que podía permitirse el capricho de tener un rato para ella misma, aunque siempre tenía que velar por su aspecto para estar apetecible de cara a su marido. Por eso quizá los únicos lujos que se permitió aquellos años fueron el de ir a la peluquería y el de hacerse las piernas con cera.

Se llamaba Matilde y para ir por casa vestía un chal azul de lana gruesa que se había tejido ella misma. Era una gran amante de tejer con las agujas. Otrora también le gustaba el ganchillo, pero en los últimos tiempos, con la artritis de las manos le resultaba francamente difícil coger aquellas agujas tan pequeñas. Además estaba el tema de la vista. Aquellos ojos acuosos, escondidos tras unas enormes gafas de lente gruesa y montura de pasta, diríase que sujetos por las arrugas que salían de ellos hacia las sienes, ya no mostraban la fuerza de antaño, aunque aún podía vislumbrarse en ellos el afán de una mujer luchadora que siempre supo cómo esquilmar de aquí y de allá para llegar a fin de mes con el menor apuro posible incluso en los peores momentos. Callando siempre cuando tenía que dejar de ir a la peluquería, o cuando tenía que llevar las medias con carreras, callando también cuando tenía que reciclar la cera después de haberse hecho las piernas para ahorrar, pero vigilando de que a su marido nunca le faltaran los céntimos para que pudiera ir a echar su chato diario con los amigos.

Se llamaba Matilde y debajo del chal acostumbraba a llevar una chaqueta de punto negro y un jersey de punto oscuro. El delantal blanco, la falda negra y las medias color carne completaban su atuendo, coronado por aquellas zapatillas de ir por casa. Se movía con pasos cortos y silenciosos por el hogar vacío, como le había enseñado a hacer su amantísimo esposo durante aquellos cuarenta años de matrimonio para que no le perturbara el sueño cuando ella se levantaba de madrugada a preparar el desayuno de todos, o al medio día mientras él dormía la siesta. En parte era por costumbre, y en parte también, por que a su edad empezaba a ser lo más normal caminar con pasos cortos y silenciosos.

Se llamaba Matilde y por la noche, una vez se había despojado cuidadosamente de su ropa se quedaba en un pudoroso camisón azul oscuro afelpado. Con cuidado abría la cama y se escurría bajo aquellas sábanas de algodón que cuando se deshilaran de puro viejas reutilizaría como trapos para limpiar cristales.

Se llamaba Matilde y por las mañanas, mientras hacía las tareas del hogar, en su vieja gramola sonaban discos de José Sepúlveda o Antonio Machín y por las tardes, mientras mojaba dos bizcochos de soletilla en su vaso de café con leche escuchaba a Encarna Sánchez en el transistor. Siempre había habido una radio en casa y ese era el único medio de comunicación que ella concebía. En un cajoncito del costurero tenía siempre pilas de repuesto. El mismo costurero donde además del hilo, los botones y las agujas tenía también aquel viejo huevo de madera que servía para zurcir calcetines.

Se llamaba Matilde y vivía sola. No tenía ningún gato que la hiciera compañía, ni una amiga con la que compartir las frías tardes de invierno. La última amiga que tuvo ya hacía tiempo que había perdido la poca cabeza que le quedaba, y los hijos la habían internado en un centro al que ella no iba porque la deprimía. Sólo tenía unos cuantos cactus colocados en unas macetas situadas en su patio interior. Casi nunca se acordaba de regarlos.

Se llamaba Matilde y sus manos olían a la naftalina de la ropa que cada día movía y removía obsesivamente en el armario, olían al pescado o a la carne de la comida, pero sobretodo, y por mucho que se las lavara con jabón lagarto, sus manos olían a anciano. Ese olor que desprenden los ancianos cuando tienen que empezar a pensar en que quizá vaya siendo hora de encargar una misa de difuntos.

Se llamaba Matilde y era mujer de rosario entre semana y misa de doce todos los domingos acompañada por el marido. Al salir volvía apresurada a casa para que la paella estuviese lista al regresar su hombre de tomar el vermouth con los amigos.

Se llamaba Matilde y apenas lloró cuando murió su esposo. No sabía explicar porqué, pero a pesar de su dolor también sintió un gran alivio que le recomía por dentro. Se limitó a fruncir el ceño, apretar un pañuelo con uno de sus puños hasta casi atravesarlo con las uñas, recibir todas las visitas de rigor y no decir palabra durante semanas. -Ha dejado de sufrir- se decía a sí misma para autoconsolarse, pero en el fondo sabía que no se trataba de eso.

Se llamaba Matilde y los domingos los hijos y los nietos iban a comer a casa. Entonces entraba una brizna de aire fresco en el hogar. Siempre recibía a los niños con una caja metálica de galletas, y con un billete de mil pesetas, mientras que su nuera le decía que no los malcriara, que tenían que aprender a ganarse el dinero, y que no les diera de comer antes de la comida que después no querrían nada.

Eran visitas cortas, y tampoco se hablaba demasiado. –Mamá, ya estás muy mayor para vivir sola, tendrías que pensar en venir con nosotros, tenemos una habitación vacía- le decían los hijos, a lo que ella contestaba con un gesto mohín, poniendo sus manos de gruesos dedos sobre la de sus hijos, sentados uno a cada lado, y diciéndoles que ella ya estaba bien allí, en su casa de toda la vida, que no quería ser una molestia. Cuando el mayor quería replicarle, era la nuera quien tomaba la palabra y entonces salía a colación el tema de la residencia. -Mira Ricardo, yo estoy de acuerdo en que tu madre quizá ya no esté para vivir sola, pero también pienso que posiblemente estaría mejor en un centro donde pudiera estar en contacto con otras personas de su misma edad y que se encuentren en su misma situación o parecida.

Se llamaba Matilde y en esos momentos se le pasaba de golpe el apetito. Miraba fijamente a la foto de su difunto y con delicado gesto se limpiaba los labios con una de las servilletas de lino bordadas que antes utilizaban para las grandes ocasiones. Pocas grandes ocasiones le podían quedar, o eso pensaba ella, y por eso decidió sistemáticamente sacarlas cada vez que los hijos fueran a comer a casa. Retiraba con un gesto apenas visible su plato hacia delante y decía que ya no tenía más hambre. Se levantaba de la silla y recogiendo los platos se dirigía a la cocina para volver con los postres.

Se llamaba Matilde y en las pocas ocasiones que salía a la calle, para ir a la compra, al médico, o a la iglesia, le gustaba vestir un abrigo negro imitación de visón, tan desgastado por el tiempo como ella misma. En aquellas ocasiones, y con los ajes típicos de la edad se cambiaba dificultosamente sus zapatillas de ir por casa por unas botas con cordón que le sujetaban más el pie que los zapatos haciéndola sentir más segura.

Se llamaba Matilde, y toda la vida tuvo que hacer lo que le dijeron. Primero sus padres, después su esposo y finalmente los hijos, que optaron por llevarla seis meses a casa de cada uno contra su voluntad.

Se llamaba Matilde y aquella tarde que el mayor de sus hijos la fue a buscar para llevarla a su hogar encontró la maleta de cartón ya preparada en el descansillo. Su madre estaba sentada en la mesa camilla con tapete de ganchillo que ella había tejido. Los brazos los tenía sobre el tapete, y encima de los brazos la cabeza, de espaldas a la puerta. Delante de ella el vaso de café con leche de media tarde y sus dos bizcochos de soletilla.

Se llamaba Matilde y cuando su hijo se acercó a ella descubrió conmovido que los ojos sin vida de su madre contemplarían ya para siempre aquel atardecer sobre los tejados que se dibujaba a través de la ventana. .

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