El
pirata chupetón es el azote de los niños que todavía no han dejado el
chupete. Por la noche, cuando los bebés duermen, llega chupeton en su
harley de juguete a pedales y con gran maestría lanza su cadena de
plástico, construida con las cadenas de todos los chupetes que ha
robado, hasta lo alto de las cunas para trepar por ellas y llegar hasta
donde el tierno niño descansa. Entonces, con un movimiento seco y rápido, le quita el chupete de la boca y se lo lleva.
Viste unos enormes pañales sujetados con imperdibles y unas diminutas
chanclas de playa moradas. Tiene un ojo vago, por eso lo llevaba tapado,
y en sus brazos luce unos tatuajes de quita y pon en forma de chupetes.
En la cabeza, por sombrero, una desfasada chichonera que le protege de
los golpes.
Cuando sus compañeros de guardería dormían la
siesta eran las víctimas perfectas a las que robarles el chupete. A Quim
y a Pau, los gemelos catalanes, les había robado los primeros chupetes,
de color azul y granate. Disfrutó viéndolos llorar cuando se
despertaron y se encontraron con que sus chupetes habían desaparecido.
A Rosa, la niña que detestaba el color rosa, le robó aquella misma
tarde el tercero de los chupetes de su botín. Lo que el pirata chupetón
no esperaba es que cuando Rosa despertó en vez de llorar casi pareció
alegrarse de haber perdido aquel chupete que iba a juego con sus
zapatos, sus calcetines, sus pantalones, su camiseta y aquel lazo que
tanto aborrecía.
Pero pronto se acabaron los chupetes de la
guardería y por eso chupetón tuvo que empezar, por las noches, a robar
los chupetes de todos esos niños que, teniendo edad de dejarlo, todavía
no quieren hacerlo.
No tenía ni idea de cómo hacerlo hasta que
una noche un monstruo malcarado despertó a chupetón en su cama. Lejos
de asustarse, el niño cogió al monstruo del cuello con un brazo y con la
otra mano empezó a darle capones para que le contase cómo había llegado
hasta su habitación. Al pobre monstruo, que lloraba aterrorizado ante
aquel niño con un parche, no le quedó otro remedio que explicarle al
pequeño chupetón cómo funcionaba la autopista de los armarios oscuros,
la que permite que monstruos y otros seres se trasladen por la noche de
un lugar a otro siempre que haya niños temerosos. Y para desplazarse por
esa autopista ¿Qué mejor que la Harley-triciclo que le regalaron para
reyes?
Hay veces, torpeza de niño pequeño, que chupetón no
consigue llevarse su botín. Si no es lo suficientemente rápido el
chupete se le suele caer en la cuna y en cuanto el bebé empieza a llorar
chupetón tiene que descolgarse de la cuna y salir corriendo en su moto
de juguete antes de que lleguen los papás de turno para calmar al niño.
Esos son los niños que más le gustan a chupetón, los que se le resisten.
Y entre todos ellos destaca un niño, en Aranda de Duero, con
un chupete mágico. Un chupete de estrellas que con la oscuridad de la
noche se ilumina. Le encanta a chupetón, pero este niño quiere tanto a
su chupete que, en cuanto nota que se separa un poco de sus labios
enseguida se despierta llorando, pidiendo que se lo vuelvan a poner.
Chupetón lleva días intentando conseguir el chupete de Oroel. Cuando
todo el mundo duerme entra por la autopista de los armarios hasta su
habitación, aparca su moto en la puerta, para que no se cierre y empieza
con su rutina para conseguir un chupete.
Pero cuando está
junto a Oroel, por mucho que tira y tira, no consigue que él suelte el
chupete que brilla en la oscuridad. Chupetón lo ha probado todo: Ponerle
polvos pica-pica para que estornude, cambiarle el chupete por una
piruleta, hasta hacerle cosquillas, pero nada ha hecho que suelte su
chupete.
Esta noche, el pirata chupetón, enfadado, lo ha
intentado a la fuerza, tirando con sus dos brazitos del chupete que
brilla por la noche, pero contra más fuerza hacía él para sacar el
chupete, con más fuerza chupaba Oroel, así que el pirata se ha puesto de
pie junto a la cabeza de Oroel y en un nuevo esfuerzo, finalmente, ha
conseguido arrancarle el chupete. Con tan mala suerte que se ha ido
hacia atrás y se ha caído al suelo.
La chichonera ha parado el
golpe del pirata chupetón, pero no ha podido evitar ponerse a llorar: Se
ha rascado en un brazo. Oroel se ha despertado y se ha acercado
gateando hasta el borde de la cuna, desde donde ha visto a chupetón
llorando. Entonces él también se ha puesto a llorar y sus papas han ido a
ver qué pasaba. La mamá de Oroel ha encontrado el chupete en el suelo y
se lo ha llevado para lavarlo mientras su papá jugaba en brazos con él.
Oroel, desde lo alto, ha visto al pirata chupetón debajo de la cuna,
escondido, llorando. Oroel le intentaba hacer gestos a su papa para que
mirara al suelo, pero como todavía no habla mucho tampoco ha sabido
hacerlo. Además, la pedorreta que le han hecho en la barriguita era tan
divertida...
Cuando la mamá de Oroel ha vuelto con el chupete,
se lo han puesto en la boca, lo han puesto en la cuna y han apagado las
luces. ¿Cómo es que los papas de Oroel no han visto al pirata chupetón?
Porque sólo los niños que aún llevan chupete pueden verlo.
El
pirata chupetón ha continuado llorando y Oroel, que no puede dormir, se
ha acercado con cuidado al borde de la cuna, allí donde Chupetón había
enganchado su cadena. Con mucho miedo y con mucho Cuidado Oroel ha
pasado primero una pierna y luego la otra por encima de la cuna para
bajar, sin hacer ruido, hasta donde está chupetón, que sigue llorando
sin parar.
Oroel se ha dado cuenta, que viéndolo de cerca,
Chupetón es un niño más pequeño que él. ¿Qué puede hacer para que se
calle? Parece que no le hace caso y si sigue así no va a poder dormir en
toda la noche. Le intenta cantar en el idioma de los bebés, le da un
besito en la rascadura y de pronto se le ocurre una idea: Oroel ya es
mayor, así que se saca el chupete que brilla en la noche y se lo pone en
la boca al pirata Chupetón.
Pero el pirata chupetón,
desconfiado por naturaleza, se intenta aparta de Oroel lo más rápido que
puede. Oroel, que no entiende nada, estira el bracito hacia el pirata
Chupetón, que alcanza su moto, tirada en el suelo, y se sube raudo sobre
ella para que el niño de la cuna no se arrepienta de haberle dado ese
chupete que tanto había deseado. Arranca el pirata la moto y pronto
comprende que no tiene espacio suficiente para coger la autopista de los
armarios de noche a la velocidad necesaria, por lo que tiene que optar
por hacer un gran círculo con su Harley de Juguete antes de meterse en
el armario.
Oroel contempla sin saber muy bien que pasa cómo
del tubo de escape de la Harley de juguete en vez de salir humo salen
nubes rosas de caramelo. Cuando el pirata chupetón gira justo delante
del niño se le abre una de las alforjas de la Harley, de donde salen
cupachups, piruletas y chupetes de caramelo de mil colores y sabores.
Cuando se hace de día y los papas de Oroel van a ver cómo está, se
encuentran al niño en la cuna, con un montón de chucherías a sus pies.
El niño se despierta y cuando va a quitarse el chupete de la boca
descubre sorprendido que lo único que queda es el soporte de un chupete
de caramelo que se ha fundido en su boca durante la noche. ¡Ha dormido
sin chupete, cuando se deshizo no lo necesitó para seguir soñando con
las autopistas de los armarios ni con piratas tristes que no tienen
mamás ni papás y que necesitan seguir robando chupetes porque sólo así
podrán conseguir algo del cariño que los niños depositan en estos
objetos! –Qué felicidad- Se dice el bebé a sí mismo en el lenguaje de
los bebés, ese que sólo los niños que aún no hablan del todo compenden.
–He dormido ya sin chupete. ¿Será que me estoy haciendo mayor?
Tarragona, 20 de agosto de 2013
2 de septiembre de 2013
13 de abril de 2013
El señor Esteve observaba con ojos inquietos
los libros púlcramente apilados en los estantes. Tenía sus manos
extendidas sobre ellas sin llegar a tocarlos. Un ligero temblor de sus
dedos, el constante ir y venir de los ojos, propio del niño que tiene
ante sí un montón de regalos de reyes y no sabe por cual empezar, y la
punta de la lengua humedeciendo una y otra vez sus labios podían dar una
idea acerca del estado nervioso y de
ilusión en que se encontraba. Sus manos, de encallecidos dedos morenos y
uñas renegridas del trabajo en la tierra, se desplazaban de un lado al
otro del estante frente al que estaba, sin decidirse por ningún libro.
Cuando me vio primero bajó la vista rápida, como si nuestras miradas no
se hubieran cruzado. Después, al ver que yo seguía observandolo, me
lanzó una sonrisa mostrando una boca desdentada con una enorme y rosada
lengua. Con un dedo me hizo gesto de que me aproximara. -Vine, bailet1,
que em faràs un favor- me susurró con una mezcla de respeto místico y
complicidad mientras sus manos pasaban de estar encima de los libres a
mostrarme el rincón, justo junto a él, que esperaba que ocupase.
Cuando pienso en las flores de mi infancia no siento el olor a rosas. Y sin embargo, al pensar en las tardes de mi niñez jugando en el callejón en que acababa mi calle lo que recuerdo es que un enorme rosal cubría de espinas la tapia que limitaba el mundo infantil de aquellos críos que traíamos a los vecinos de cabeza con nuestras escandaleras cuando jugabamos a indios o vaqueros o simplemente al escondite. No sé, cercanos los cuarenta hay veces que intento pensar en mi niñez, o en mi infancia, y veo que los recuerdos se diluyen como una pintura acuarela con el agua, convirtiendo las formas en un simple borrón. Sin embargo sí que hay un recuerdo que tengo claro a base de haberlo vivido una y otra vez tarde tras tarde en las ociosas jornadas de vacaciones estivales. Al empezar a caer el fresco aparecía doblando la esquina el señor Esteve, un personaje quizá anacrónico, en vías de extinción, vestido con su roñosa gorra de visera, su mugrienta camisa blanca y sus raídos pantalones de un color que no sabría definir, entre gris y azul. Calzaba espardeñas y siempre lo veías venir ligeramente inclinado hacia delante, con una mano en la espalda, justo detrás de la negra faja. Con la otra mano tiraba de su burro manso que traía tras de si un carro cargado de extraños aperos, de sacos y de verduras. Un carro extraño, un carro de madera, con ruedas de madera, tirado por un animal grande, de pelo recio y enormes ojos oscuros.
Poco antes de llegar al lado derecho del callejón se encontraba la más desvencijada de las casas de aquella parte de la calle. Una casa todavía de piedra, con una enorme portalada de madera roja que daba al establo en que pasaba las noches el rucio.
Nunca, siendo un niño, recuerdo haber cruzado una palabra con el señor Esteve más allá de pedirle permiso para poder acariciar al burro, que venía con una especie de parches en los ojos para que sólo pudiera mirar hacia delante.
Desconozco qué se hizo del animal. Desconozco también el momento en que el señor Esteve dejó definitivamente sus tareas del campo para jubilarse, aunque sospecho que esto tuvo que ver con que sus hijas se casaran y él enviudara, teniendo que quedar al cargo de todo.
Debía yo de cursar quinto o sexto de E.G.B., donde me quedé plantado por mi deficiente salud, cuando desde el colegio organizaron una excursión a las ruinas romanas de la ciudad. Llegó el autobús de críos al Campo de Marte, desembarcamos en tropel y de nuevo me falla la memoria cuando no sé si es que el señor Esteve había venido con nosotros en el autocar o es que estaba por allí. Lo que sospecho es que fuese como fuese, contaba con la complicidad de los maestros del pueblo para poder adherirse a nuestra visita. Lo recuerdo aquel día con su gorra, con su camisa igual de mugrosa que si hubiera ido a trabajar y con sus pantalones raídos, avanzando con las dos manos en la espalda mientras mantenia en la boca una colilla de picadura apagada. No perdía ojo de lo que se veía y se decía acerca de los romanos. Es más, recuerdo que farfullaba para sus adentros cosas a las que no le presté, en aquel momento, la menor atención.
Empecé a ir al instituto y la necesidad de adquirir algun libro, o simplemente el placer de hacerlo, otra cosa que también se me ha olvidado, me condujo a la librería la misma tarde en que el señor Esteve contemplaba extasiado los libros que había ante él. Cuando llegué a su lado se quedó callado en primera instancia, se llevó una mano al pecho empezó a parpadear con gran intensidad y a humedecerse los labios a un ritmo vertiginoso con la punta de la lengua. Me tomó de un brazo, se agachó hasta quedar a mi altura y me susurró un secreto: El señor Esteve no sabía leer ni escribir. A pesar de todo me pidió que le ayudara a escoger un libro que fuese bueno sobre los romanos esos que habían habido por estas tierras hace tanto tiempo. Lo lamento pero una vez más os dejaré con la incógnita porque mi memoria tampoco me sabe decir cual fue el título que finalmente elegimos.
Volvimos a casa en autobús y aquel sí que fue el verdadero inicio de una extraña amistad. En aquel viaje me explicó que hacía que le leyesen los libros y en ocasiones se iba al archivo territorial para que le contasen cosas. En aquel viaje descubrí lo extraordinaria y certera que era la memoria de aquel hombre con todo lo que se relacionaba con los romanos. -Los romanos-empezó a mascullar con un dedo en alto, emocionado, como el crío que se enfrenta a soltar la lección de carrerilla en día de examen- llegaron a Tarragona el 218 A.C.-
Mis viajes al instituto en autobús eran diarios y casi a diario empecé a coincidir con el señor Esteve a una u otra hora en el autobús. Pronto aprendí a identificar el gesto de poner el dedo en alto y dejar la mirada perdida como símbolo del esfuerzo que tenía que hacer aquel buen hombre para seleccionar la información que atesoraba en su mente y soltarla de carrerilla.
Cuando, tras diversos problemas físicos quedé en cama sin poder levantarme el señor Esteve fue de los que pronto notaron mi ausencia y supongo que eso fue lo que le inculcó el valor de superar una barrera que no había superado hasta ahora, que era la de mi hogar paterno. Recuerdo que venía de tarde en tarde, con una bolsa de tomates o unas lechugas, se quitaba la gorra ante mi madre y le preguntaba si estaba el bailet y si podía pasar a verlo. Se traía él sus libros sucios de barro o a veces simplemente me pedía educadamente que le leyese algún pasaje de los libros de historia del instituto o la escuela.
Por fortuna debo ser mala hierba y una septicemia no pudo conmigo, así que aún tardando largo tiempo acabé más o menos recuperandome y pudiendo volver a la rutina de las clases en el instituto y las conversaciones en autobús sobre los romanos en el autobús. Una vez intenté sonsacarle acerca de la guerra civil. Me miró con la boca abierta en mitad de una frase, miró por una ventanilla y allí se quedó un buen rato hasta que volvió en sí mismo y de nuevo empezó a hablarme de los romanos, como si yo no hubiera preguntado nada. No volví a intentarlo.
Llegó el final de mis estudios de F.P. Y cuando le dije al señor Esteve que iba a Tunez volvió a sorprenderme. Sus conocimientos iban más allá de los romanos en Tarragona o en la propia ciudad de Roma. -Hi ha-me dijo emocionado- un amfiteatre molt gran que l'anomenen del Djem allà al desert2 i si vas a Cartago, que tambè està a Tunicia, m'has de portar una postal d'allà on era Anibal-
Desconocía hasta que él lo nombró la existencia del anfiteatro del Djem, pero estuve allí y estuve en Cartago. Le llevé una postal y no me atreví a defraudarlo diciendole que las ruinas que se visitan de la ciudad (al menos en aquel momento) eran poco menos que las del foro de Tarragona.
No puedo ponerle final a esta historia, una vez más la memoria no me lo permite. Después de mi viaje a Tunez la salud del señor Esteve empezó a deteriorarse y desconozco donde acabó sus días. Todos conocemos el final de esta historia, solo me queda pensar que, allí donde esté, la energía del señor Esteve fluya junto a la de aquellos romanos imperiales a los que tanto amaba.
Cuando pienso en las flores de mi infancia no siento el olor a rosas. Y sin embargo, al pensar en las tardes de mi niñez jugando en el callejón en que acababa mi calle lo que recuerdo es que un enorme rosal cubría de espinas la tapia que limitaba el mundo infantil de aquellos críos que traíamos a los vecinos de cabeza con nuestras escandaleras cuando jugabamos a indios o vaqueros o simplemente al escondite. No sé, cercanos los cuarenta hay veces que intento pensar en mi niñez, o en mi infancia, y veo que los recuerdos se diluyen como una pintura acuarela con el agua, convirtiendo las formas en un simple borrón. Sin embargo sí que hay un recuerdo que tengo claro a base de haberlo vivido una y otra vez tarde tras tarde en las ociosas jornadas de vacaciones estivales. Al empezar a caer el fresco aparecía doblando la esquina el señor Esteve, un personaje quizá anacrónico, en vías de extinción, vestido con su roñosa gorra de visera, su mugrienta camisa blanca y sus raídos pantalones de un color que no sabría definir, entre gris y azul. Calzaba espardeñas y siempre lo veías venir ligeramente inclinado hacia delante, con una mano en la espalda, justo detrás de la negra faja. Con la otra mano tiraba de su burro manso que traía tras de si un carro cargado de extraños aperos, de sacos y de verduras. Un carro extraño, un carro de madera, con ruedas de madera, tirado por un animal grande, de pelo recio y enormes ojos oscuros.
Poco antes de llegar al lado derecho del callejón se encontraba la más desvencijada de las casas de aquella parte de la calle. Una casa todavía de piedra, con una enorme portalada de madera roja que daba al establo en que pasaba las noches el rucio.
Nunca, siendo un niño, recuerdo haber cruzado una palabra con el señor Esteve más allá de pedirle permiso para poder acariciar al burro, que venía con una especie de parches en los ojos para que sólo pudiera mirar hacia delante.
Desconozco qué se hizo del animal. Desconozco también el momento en que el señor Esteve dejó definitivamente sus tareas del campo para jubilarse, aunque sospecho que esto tuvo que ver con que sus hijas se casaran y él enviudara, teniendo que quedar al cargo de todo.
Debía yo de cursar quinto o sexto de E.G.B., donde me quedé plantado por mi deficiente salud, cuando desde el colegio organizaron una excursión a las ruinas romanas de la ciudad. Llegó el autobús de críos al Campo de Marte, desembarcamos en tropel y de nuevo me falla la memoria cuando no sé si es que el señor Esteve había venido con nosotros en el autocar o es que estaba por allí. Lo que sospecho es que fuese como fuese, contaba con la complicidad de los maestros del pueblo para poder adherirse a nuestra visita. Lo recuerdo aquel día con su gorra, con su camisa igual de mugrosa que si hubiera ido a trabajar y con sus pantalones raídos, avanzando con las dos manos en la espalda mientras mantenia en la boca una colilla de picadura apagada. No perdía ojo de lo que se veía y se decía acerca de los romanos. Es más, recuerdo que farfullaba para sus adentros cosas a las que no le presté, en aquel momento, la menor atención.
Empecé a ir al instituto y la necesidad de adquirir algun libro, o simplemente el placer de hacerlo, otra cosa que también se me ha olvidado, me condujo a la librería la misma tarde en que el señor Esteve contemplaba extasiado los libros que había ante él. Cuando llegué a su lado se quedó callado en primera instancia, se llevó una mano al pecho empezó a parpadear con gran intensidad y a humedecerse los labios a un ritmo vertiginoso con la punta de la lengua. Me tomó de un brazo, se agachó hasta quedar a mi altura y me susurró un secreto: El señor Esteve no sabía leer ni escribir. A pesar de todo me pidió que le ayudara a escoger un libro que fuese bueno sobre los romanos esos que habían habido por estas tierras hace tanto tiempo. Lo lamento pero una vez más os dejaré con la incógnita porque mi memoria tampoco me sabe decir cual fue el título que finalmente elegimos.
Volvimos a casa en autobús y aquel sí que fue el verdadero inicio de una extraña amistad. En aquel viaje me explicó que hacía que le leyesen los libros y en ocasiones se iba al archivo territorial para que le contasen cosas. En aquel viaje descubrí lo extraordinaria y certera que era la memoria de aquel hombre con todo lo que se relacionaba con los romanos. -Los romanos-empezó a mascullar con un dedo en alto, emocionado, como el crío que se enfrenta a soltar la lección de carrerilla en día de examen- llegaron a Tarragona el 218 A.C.-
Mis viajes al instituto en autobús eran diarios y casi a diario empecé a coincidir con el señor Esteve a una u otra hora en el autobús. Pronto aprendí a identificar el gesto de poner el dedo en alto y dejar la mirada perdida como símbolo del esfuerzo que tenía que hacer aquel buen hombre para seleccionar la información que atesoraba en su mente y soltarla de carrerilla.
Cuando, tras diversos problemas físicos quedé en cama sin poder levantarme el señor Esteve fue de los que pronto notaron mi ausencia y supongo que eso fue lo que le inculcó el valor de superar una barrera que no había superado hasta ahora, que era la de mi hogar paterno. Recuerdo que venía de tarde en tarde, con una bolsa de tomates o unas lechugas, se quitaba la gorra ante mi madre y le preguntaba si estaba el bailet y si podía pasar a verlo. Se traía él sus libros sucios de barro o a veces simplemente me pedía educadamente que le leyese algún pasaje de los libros de historia del instituto o la escuela.
Por fortuna debo ser mala hierba y una septicemia no pudo conmigo, así que aún tardando largo tiempo acabé más o menos recuperandome y pudiendo volver a la rutina de las clases en el instituto y las conversaciones en autobús sobre los romanos en el autobús. Una vez intenté sonsacarle acerca de la guerra civil. Me miró con la boca abierta en mitad de una frase, miró por una ventanilla y allí se quedó un buen rato hasta que volvió en sí mismo y de nuevo empezó a hablarme de los romanos, como si yo no hubiera preguntado nada. No volví a intentarlo.
Llegó el final de mis estudios de F.P. Y cuando le dije al señor Esteve que iba a Tunez volvió a sorprenderme. Sus conocimientos iban más allá de los romanos en Tarragona o en la propia ciudad de Roma. -Hi ha-me dijo emocionado- un amfiteatre molt gran que l'anomenen del Djem allà al desert2 i si vas a Cartago, que tambè està a Tunicia, m'has de portar una postal d'allà on era Anibal-
Desconocía hasta que él lo nombró la existencia del anfiteatro del Djem, pero estuve allí y estuve en Cartago. Le llevé una postal y no me atreví a defraudarlo diciendole que las ruinas que se visitan de la ciudad (al menos en aquel momento) eran poco menos que las del foro de Tarragona.
No puedo ponerle final a esta historia, una vez más la memoria no me lo permite. Después de mi viaje a Tunez la salud del señor Esteve empezó a deteriorarse y desconozco donde acabó sus días. Todos conocemos el final de esta historia, solo me queda pensar que, allí donde esté, la energía del señor Esteve fluya junto a la de aquellos romanos imperiales a los que tanto amaba.
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