30 de noviembre de 2008

Angelitos negros.



"La boca de metro de Valle de Hebrón es una más de las bocas de metro de los Transportes Metropolitanos de Barcelona. Sin embargo, dada su ubicación en el mismo pie de uno de los más importantes hospitales de la ciudad estoy seguro de que es una de las bocas de metro en las que mayores emociones de todo tipo se han acumulado a lo largo del tiempo.

Ayer, yo mismo era un claro ejemplo de emociones y sentimientos enfrentados mientras bajaba hacia el subsuelo de la ciudad. Por un lado estaba el sentimiento de culpa por deseos anteriores hacia una persona que estaba muriéndose, por el otro, el dolor y la rabia al pensar en todo el tiempo desaprovechado por ambas partes, y evidentemente, también el dolor que se siente ante la eminente pérdida de un ser querido enfrentándose a los sentimientos que intentan negar ese mismo amor.

Llegué al andén en el momento en que el metro hacía su entrada en la estación. Las lágrimas empezaban a negar mis ojos, y no fui capaz de alcanzar el transporte antes de que apresuradamente se volviera a perder en las oscuras entrañas de la ciudad. Así fue cómo en un momento me vi completamente solo en el andén mientras el cronómetro superior indicaba que faltaban tres minutos y algunos segundos para la llegada del próximo metro. Me senté en uno de los bancos de granito, me quité las gafas que empezaban a estar llenas de lágrimas y me enturbiaban ya la vista y apoyando mis manos sobre mis ojos me puse a llorar desconsolada e incontroladamente.

Al retirar mis manos de los ojos la vi. Una muchacha negra, menuda y delgada, que me miraba con unos ojos menudos, como toda la figura. Unos ojos con una mirada profunda, que atraían poderosamente la atención de quien los observara debido a su inusual brillo. Nuestras miradas se cruzaron furtivamente, apenas unas centésimas de segundo, fui yo el primero en desviar la trayectoria de mis ojos, no estaba acostumbrado a una mirada tan sincera y contundente como aquella.

En el momento en que el metro llegó al andén nos subimos los dos a la vez al convoy y acabamos sentados el uno frente al otro. Si bien en un primer momento le había calculado veintipocos años a la muchacha, observándola más de cerca se podían ver diversas canas esparcidas por su negrísima melena ondulada como sólo he visto en las mujeres de color. Sus facciones eran delicadas, finísimas cejas oscuras sobre esos ojos azabache, unos labios sumamente delgados... parece mentira lo que puede dar de si una mirada de apenas unos segundos. Eché la cabeza hacia atrás en mi asiento mientras las lágrimas seguían nublándome la vista. Tuve que quitarme de nuevo las gafas para limpiarlas, sin saber muy bien con qué, y entonces sucedió. La muchacha, que seguía atravesándome con aquella mirada, adelantó su cuerpo hacia mí con un pañuelo de papel en la mano y con una preciosa sonrisa me dijo:

-Toma, una cara como la tuya no tiene que echarse a perder llorando.

Instantáneamente se me paró el llanto como por arte de magia. Situaciones como esa le devuelven a uno la poca fe que pueda tener hoy en día en el género humano. Llegué a mi estación y dejé a la extraña que me siguió con su mirada hasta que me perdí entre el gentío del andén.

Las llamadas de madrugada nunca presagian nada bueno, y menos si uno está esperando que de un momento a otro le lleguen malas noticias. Es curioso, cuando uno piensa en la muerte, siempre piensa en el manto de dolor que esta deja a su alrededor. Sin embargo, anoche, al recibir la noticia simplemente me quedé helado. Durante unos momentos no sentí nada. dejé caer el móvil sobre la mesa y me quedé rígido contemplando el planisferio que tengo situado frente a mi en el despacho.

La noche transcurrió entre tazones de té y la absurda idea de ponerme a limpiar y catalogar algunos libros que todavía tenía en una caja. Sobre las seis o así me senté en el sofá con un libro sobre el camino de Santiago y ha sido entonces, cuando los primeros rayos del sol despuntaban entre las moreras del parque de enfrente, que el sueño y el agotamiento me han alcanzado.

De pronto he vuelto a encontrarme de nuevo en el metro. De nuevo estaba yo sentado frente a aquella muchacha negra de mirada radiante, y de nuevo se ha inclinado hacia mí con un pañuelo de papel. Sin embargo, en esta ocasión ella ha variado su discurso:

-No llores, todo ha ido bien. No ha sufrido, le sucedió mientras dormía.- A pesar de lo extraño de sus palabras, no me lo parecieron en absoluto y dejé que continuara hablando. -¿Es que acaso te sorprendes?-Dijo inclinando ligeramente su cabeza y mostrando sus blancos dientes de marfil. -No... no lo creo... me conoces perfectamente, y sabes que volveremos a encontrarnos, que tarde o temprano también tú me seguirás como anoche me siguió él...

En ese momento la delicada figura de la muchacha empezó a desvanecerse sutilmente en un brillo blanco para acabar desapareciendo.

Me he removido en el sofá para cambiar de postura, y a pesar del extraño sueño, o quizá por él he sentido que una gran tranquilidad me invadía. Sí... la conocía... verdaderamente sabía quien era... Si Machín estuviera vivo se hubiera alegrado de saber que sí que existen los Angelitos Negros."

A mi padre. Tarragona, 1 de diciembre 2006.

29 de noviembre de 2008

Tres trozos de historia

Este Post fue publicado allá por el mes de mayo en un blog que tengo bastante abandonado. Dada la importancia que tuvo para mí la experiencia que aquí narro y que es en este blog donde doy rienda suelta a mi creatividad en formato autoconcluyente he querido recuperarlo.



"A estas alturas creo que por todos será sabida mi pasión por la historia, especialmente por la del siglo XX. Lo que no es tan sabido es que trabajo para uno de los grandes sindicatos de España, en la sede de mi ciudad.


Cuando volvía esta mañana del almuerzo me he encontrado con tres parejas de turistas (supongo que matrimonios) muy muy viejos, dos de los hombres ya caminaban con bastón y a pesar del tiempo llevaban la indumentaria que los delataba: bermudas y camisa clara con gorro estrafalario y enormes cámaras colgando a la altura del pecho. Lo primero que he pensado es que se habían equivocado, de hecho ni es un edificio histórico ni nada, es casi como si fuese un portal normal el sitio donde trabajo. Sin embargo, al salir del ascensor en la primera planta, he visto como dos de los señores estaban intentando quitar con las uñas uno de los carteles de la manifestación del uno de mayo. Extrañado, y como tenían toda la pinta de ser británicos, les he preguntado en inglés que si podía ayudarles. Aún más extrañado me he quedado cuando me han dicho que lo que querían era que si les podíamos enseñar el sindicato y darles algun cartel o algún pin o algo de recordatorio.


La secretaria ha ido a explicarle al secretario general y mientras tanto esos señores (las mujeres en todo momento han quedado en segundo plano) me han explicado que venían de Irlanda. Cuando ha venido el Secretario les hemos preguntado amablemente, mientras les enseñabamos el sindicato, cual era su interés por nuestra organización. Ha sido en uno de los despachos. Uno de los hombres ha contestado con su hilo de voz. Después de su respuesta les calculo unos noventa años a cada uno de ellos.



Hace más de setenta años fueron brigadistas internacionales, pertenecieron a la columna Connolly y les hacía ilusión volver a cantar por última vez "viva la quinta brigada, no pasaran" rodeados por sus "camarades" españoles, así que han alzado el puño y con sus voces, ya más susurros que otra cosa, se han puesto a cantar. Diría que hoy he vivido uno de los momentos más emocionantes de mi vida. La emoción se palpaba en el ambiente. Por un lado los españoles que contemplabamos entre sorprendidos, enternecidos y emocionados, por otro, los irlandeses que daban por la causa las pocas fuerzas que les quedaban. Ni en sueños hubiese podido imaginar ver a un grupo de brigadistas, sobre los que tanto he estudiado, y mucho menos cantando la mítica "viva la quinta brigada".

Han dejado en el sindicato una bandera conmemorativa de las brigadas internacionales y abundante información de un sindicato irlandes. Ellos se han llevado unas camisetas, una bandera y abundante información del nuestro, pero esto es lo de menos."

Solo los irlandeses pueden ser así. De todos es sabida su naturaleza pendenciera y las disputas entre católicos y protestantes. Uno de los países que respondió a la llamada de ayuda de Franco, fue Irlanda, cuya facción católica participó activamente en el frente. Para no quedarse atrás, los protestantes organizaron la columna Connolly, integrada dentro del pelotón internacional Lincoln teniendo como una de sus prioridades el luchar contra aquellos compatriotas suyos que apoyaban al fascismo.

Han pasado más de seis meses desde aquel día pero todavía muchas veces pienso en aquellos tres hombres, y en la mala suerte de no haber pensado en darles mi mail para que me mandaran las fotos, pero sobretodo pienso en el nivel de compromiso adquirido por una causa, que hace que tantisimos años después todavía se sientan identificada con ella.

27 de noviembre de 2008

GENTE DE DESPACHOS

El almuerzo ha sido abundante y pesado. Una fabada cocida en olla de barro y servida en cuencos de loza marrón, que ha llegado todavía humeante a la mesa. De segundo algo más ligerito: una codorniz con pétalos de rosa. Postres, café, puro y copa. La verdad es que ha sido una comida de negocios bastante provechosa. Hemos conseguido avanzar más en las negociaciones con los representantes sindicales en dos horas que en todos los meses anteriores. Sinceramente creo que puedo sentirme orgulloso. Quien me iba a decir a mí que iba a acabar así, con despacho propio en una multinacional. ¡Jefe de personal nada menos! En los tiempos que corren esto es casi tanto como ser dios. El futuro de las personas está en tus manos. Tú eres quien decide en todo momento quien y porqué se va encontrar al día siguiente en la cola del paro buscando una nueva oportunidad.

Parece que la fabada me ha caído algo pesada al estómago. Por un par de veces he tenido que dejar momentáneamente los papeles a causa de pequeñas molestias, pero no puedo permitirme el lujo de perder un momento ni siquiera para ir al lavabo en una tarde como esta en que estoy tan inspirado.

Son las cinco, son las seis, son las siete. Las luces de las oficinas se apagan, el vulgo va recogiendo sus chaquetas y salen ordenadamente hacia sus hogares. A Martínez tendré que vigilarlo más detenidamente, ha salido justo a la hora, eso significa que había apagado su computadora antes de tiempo. También yo querría irme a casa con la familia, pero hoy me toca quedarme revisando estos expedientes. Voy a tomarme un café. A ver si así consigo despejar la mente.

Joder... no puedo más. Ha sido levantarme y las molestias del estómago me han vuelto de forma exagerada. Creo que ha llegado el momento de ir a evacuar. Bufffff con las prisas por llegar hasta el lavabo ni siquiera me he tomado la molestia de encender la luz, me sé el camino de memoria. Me he desabrochado el cinturón y el pantalón con premura, me he bajado los pantalones y los calzoncillos a toda prisa y me he sentado sobre el retrete dispuesto a... ¿Qué es eso que estoy oyendo? ¿Quién está aquí a estas horas?

Doña Paca empezaba cada tarde su jornada laboral a las siete y media de la tarde, cuando el personal de oficinas terminaba su jornada laboral. Ella era de las que pensaban que igual no era especialmente letrada, y que no sabría mucho de ordenadores, pero que sin las mujeres de la limpieza todos esos chupatintas tendrían que revolverse en la mierda. Además le gustaba eso de trabajar cuando ya no quedaba nadie en la empresa. De este modo podían hacer pequeñas cuadrillas y trabajar cuchicheando o haciendo groseros comentarios sobre los maridos y los novios de las demás compañeras.

Aquella tarde, cuando se disponía a hacer la limpieza del lavabo de hombres de la tercera planta le pareció oír algo.

-¿Hay alguien ahí?- Gritó sin acabar de entrar del todo. Nadie contestó, así que finalmente pensó que se lo había imaginado. Entró y con paso decidido se dirigió al retrete. Fue a abrir la puerta pero para su sorpresa esta estaba cerrada por dentro. –!No me venga con hostias y dígame quien está ahí que a mí no me conocen a malas ¿eh?!- dijo airada.

Joder, qué mal rollo. Justo ahora tiene que llegar la mujer de la limpieza. ¿Cómo voy evacuar con esta mujer a menos de un metro de distancia? Tendré que intentar aguantar hasta que se vaya, aunque no sé si podré. Hace un instante que he empezado a sudar copiosamente y el dolor estomacal se me hace insoportable por momentos. Tendré que contestarle, a ver si así se da por satisfecha y sale.

-Soy yo, doña Paca, el señor Jiménez- a ver si así me deja en paz.

-Hombre don Jiménez, hacía meses que no coincidíamos, y ya tenía yo ganas de hablar con usted. Verá, es que tengo una sobrina que está buscando trabajo, y había pensado yo que quizá usted me la pudiera colocar aquí ¿sabe usted? Acaba de terminar la ESO esa, y le ha dicho a la madre que ya no quiere estudiar más. Mi hermana está desesperada, ¿sabe usted? Así que ya le he dicho que yo pensé que quizá usted... pero claro, como nunca coincidíamos...

Joder, no solo no se va, sino que encima no se calla, y si miro por debajo de la puerta puedo verle los pies. ¿Qué es ese ruido? No me fastidies... se ha puesto a pasarle el estropajo a la puerta del retrete por fuera estando yo dentro.

-Doña Paca haré lo que pueda pero créame, no es este el mejor momento, ni el mejor lugar para hablar de estas cosas. Pase mañana por mi despacho en horario de oficinas y veremos qué podemos hacer.

Dios y encima no puedo despedirla por que con los años que lleva en la empresa nos resultaría una ruina. Además, ¿Qué excusa pondría? Creo que si no se va pronto voy a explotar y entonces sí que tendrá que hacer una limpieza a fondo. Me siento cohibido, avergonzado de mis propias reacciones fisiológicas, pero es que no me gustaría que luego fuera la comidilla de la empresa por tirarme un pedo más subido de tono de lo normal, o por unos aromas más desagradables de la cuenta.

-Pero es que con lo que me pagan aquí en la empresa tengo que tirarme al pluriempleo ¿Sabe usted? en casas particulares. y teniendo varias casas además de la mía y estos despachos por la noche, pasar en horario de oficinas puede resultar muy difícil, ¿Sabe usted?.

-Bueno, pues entonces quedamos la semana que viene una tarde y ya me quedo yo después del trabajo para hablar tranquilamente. ¿Le parece?-Las piernas me están empezando a temblar a causa de la fuerza que estoy haciendo para no hacer de vientre, si tengo que estar mucho tiempo así voy a acabar con calambres en los muslos.

-Pues me parece, sí, además también podríamos hablar de lo de las vacaciones, que este año mi Miguel quiere llevarme a Benidorm ¿Sabe usted? y entonces tendríamos que coincidir los dos. Pero claro, todo dependerá de los hijos también, ¿Sabe usted? Porque si los hijos no tienen donde dejar a los nietos ya se sabe donde acaban, que últimamente es una pena como está la cosa ¿Sabe usted?-

No puedo más, ya no es solo la necesidad de hacer de vientre, sino también la mala leche que me está cogiendo. ¿Porqué tengo que aguantar yo todas las historias familiares de esta señora? ¿Pero quien se cree que es? Me he apretado los brazos sobre el estómago y en un último esfuerzo para no irme por las patas abajo se lo dejaré bien claro. ¿Será posible que una simple señora de la limpieza me haya puesto en jaque de tan tonta?

-Mire doña Paca. La verdad es que estaba yo aquí intentando cagar tranquilamente hasta que ha venido usted, y la verdad es que habiendo alguien que me está hablando me resulta bastante difícil hacerlo- A ver si con estas groserías y con este tono de voz consigo que me deje en paz de una vez.-
Bueno, hombre, tampoco se ponga así, yo solo lo hacía por seguir adelantando trabajo. Ya me voy a hacer el pasillo y luego vuelvo. Pero hágame un último favor.

-Dígame, doña Paca, dígame. Haré lo que quiera pero salga de aquí. Contrataré a su sobrina si así consigo que se marche... – digo levantando cada vez más la voz.

-No, si ya no se trata de eso- me interrumpe doña Paca simplemente es que cuando salga intente pisarme lo menos posible, que acabo de fregar y no quisiera que mañana me llamaran la atención por encontrar unas huellas.

Finalmente doña Paca sale del lavabo de hombres empujando parsimoniosamente su carro de la limpieza y con el plumero debajo de la axila. Al llegar al pasillo, se encuentra con Charito, la que ha ido a hacer el lavabo de mujeres, que hace ya rato que la espera.

-Paca, parece que estabas muy ocupada. A saber qué habrás encontrado tú ahí dentro, si hasta me ha parecido que hablabas con alguien!-

-Ná, hija- Contesta Paca haciendo un gesto con la mano para quitarle hierro al asunto- estos de los despachos, que son de un delicado que ni te lo imaginas.

24 de noviembre de 2008

Silencios

La teva mirada,
avans de marxar
em diu que l'amor
s'ens ha rovellat.
(Pep Sala)

Tu mirada,
antes de irte
me dice que el amor
se nos ha oxidado
(Pep Sala)

Llego a casa como cada tarde desde el trabajo. Dejo las llaves encima de la mesita del recibidor. Me quito la chaqueta y la cuelgo en el perchero que hay detrás de la puerta. El sonido de la televisión me hace notar que ya estás aquí. Hoy has llegado temprano.

Voy hacia el comedor con cierta congoja y me siento aliviado cuando veo que no estás en esa sala en la que la penumbra sólo se quiebra por el destello de la pantalla del televisor. Sé que está mal que lo diga, pero es así.

Te encuentro en la cocina, cortando metódicamente la cebolla para la cena. Murmuro algo parecido a un hola y ni tan sólo te giras a mirarme. Me contestas con un hola igual de mecánico y frío que el mío mientras sigues con la cabeza agachada cortando la cebolla. Por un momento me parece escuchar un leve sollozo, pero me dices que no es nada, que la cebolla ya se sabe, tiene esas cosas. Por un instante dudo, pero finalmente no me atrevo a tocarte.

Cojo una cerveza del frigorífico y me voy al comedor, donde la televisión sigue encendida sin nadie que la mire. Me tumbo en el sofá de cualquier manera y pongo el resumen de un partido de fútbol del día anterior. ¿Qué es lo que nos ha pasado? Cuando uno se casa piensa que es para siempre, el amor se supone que tiene que ser algo eterno. Las películas y los libros no explican lo que pasa después del "y fueron felices y comieron perdices". Estos últimos días he empezado a preguntarme cada vez con más frecuencia cuanto les duró esa felicidad.

Por fin entras desde la cocina con dos platos aún humeantes. Me levanto y voy a por el pan y los cubiertos, pero de forma brusca me los arrancas de las manos –Deja, Ya lo hago yo- desvío la mirada cobarde hacia la ventana, desde la cual veo los setos en la oscuridad de una fría tarde de noviembre. No digo nada, tampoco intento coger el agua ni los vasos, no quiero discutir.

La cena transcurre con la misma frialdad que el resto de la tarde. Cada uno sentado en un extremo de la mesa. Pruebo hablándote de cómo ha ido el día, pero no me contestas y desisto del intento. Dejamos que el silencio se imponga de nuevo entre nosotros, como ayer, quizá como mañana. El nudo que se me hace en el estómago me impide seguir digiriendo la comida. ¿Dónde se han quedado aquellos días felices en que no teníamos secretos el uno para el otro y el más ínfimo de los detalles nos parecía una auténtica maravilla? Remuevo el estofado de pollo con el tenedor pero no vuelvo a comer de él. Me levanto de la mesa con el plato, quizá más tarde tenga hambre. Noto cómo me sigues con la mirada. Una mirada que percibo cargada de rencor, aunque no acabo de entender el motivo.

Hice todo lo que pude para hacerte feliz. Te acompañé al ballet aún cuando sabías que no me gusta nada, fui a exposiciones de arte abstracto que me parecían auténticas chorradas, probé la comida tailandesa a sabiendas de que me sentaría mal, y aún así parece que no se han cumplido tus expectativas.

No soy ningún santo, no tengo vocación de ello. También es cierto que más de un viernes has tenido que aguantar que llegara a casa a deshoras y algo más achispado de lo habitual. Quizá aquí fue donde tendría que haberme dado cuenta de los primeros silencios, cuando intentaba disculparme y me decías que no, que ya estaba bien, te girabas en la cama y dándonos la espalda el uno al otro hacíamos como que estábamos dormidos.

Somos jóvenes y tenemos la suerte de no tener hijos. Estos días estoy empezando a plantearme la posibilidad de que quizá debiéramos separarnos por un tiempo, de forma indefinida. Estos silencios nos arrastran a un pozo del que cada vez creo que tenemos menos posibilidades de salir.

Vuelvo al salón y topo contigo, que vas de camino a la cocina con tu plato tan lleno como el mío. Ninguno de los dos dice nada. Nos apartamos el uno del otro bruscamente, como dos polos positivos que se repelen entre sí. Los abrazos y los besos han perdido su magia.

Ya no seré para ti el Peter Pan que te lleve a Nunca Jamás para que no corra el tiempo en nuestra contra, Campanilla ha perdido el halo luminoso que antaño dejaba tras de sí y Wendy hace tiempo que ha dejado de creer en los sueños. También yo me siento cansado de luchar por una relación que hace aguas por todos lados. Lo que no acabo de entender es porqué ninguno de los dos nos decidimos a dar el paso definitivo. Creo que buscas nuevos horizontes para explorar y me siento como la maroma que amarra el barco al puerto.

Te escucho moverte por la habitación. Si las paredes hablaran... esa habitación podría contar las historias más tiernas y las más tórridas acerca de nosotros. También podría contar cómo el calor del cielo se fue transformando en el frío del averno e incluso quizá podría darnos la clave de porqué ésto ha sido así. Quien sabe...

Atraviesas el salón y te veo dirigirte al perchero. Vas a coger tu chaqueta y por un momento, con ella en la mano, te paras mirando la mía, como evocando vete a saber qué. Entras de nuevo al salón y noto otra vez tu mirada clavada en mí. Tus ojos me atraviesan. Hago un incómodo gesto para mirarte, girando la cabeza hacia atrás desde el sofá en que estoy tumbado de cualquier manera y por un segundo nos miramos el uno al otro. Tus ojos están a punto de llorar, tus labios tiemblan, pero no dices nada. No me das tiempo a que yo lo haga. Sigues mirándome y con paso determinado abres la puerta.

Sales en silencio, sin apenas hacer ruido. El nudo en el estómago se ha deshecho dando paso a un alivio intenso. Sé que después de esta noche ya no vas a volver pero lo peor de todo es que no sé si tengo ganas de que lo hagas.

17 de noviembre de 2008

Se llamaba Matilde. El cabello gris ceniciento lo llevaba siempre recogido en un gran moño sujeto con agujas metálicas negras. En su ancho rostro, de carnosas mejillas caídas por la edad y marcadas por las viruelas dibujaba siempre algo parecido a una media sonrisa. Sus amplios labios rosados se mostraban resecos y cortados por el paso del tiempo.

Se llamaba Matilde y por todo juguete siempre tuvo aquella muñeca de trapo con ojos de botones y cabeza rellena de serrín, con dos coletas de lana a los lados. Si quería saltar a la comba lo hacía en el patio interior, debajo de los tendederos, con una cuerda prestada, y para dibujar una pídola y jugar tampoco es que se necesitara demasiado.

Se llamaba Matilde y se sintió engañada. Aquel primer beso con aliento a vino que intentó colarse en su boca buscando su lengua y provocándole arcadas, la rudeza de su marido buscando sus senos, la aspereza de la paja en el carro y aquel hedor de después de una dura jornada de trabajo en el campo, nada tenían que ver con la concepción que ella se había hecho de lo que sería el amor de su vida.

Se llamaba Matilde y perdió su juventud encerrada en casa entre cacerolas, escobas y pañales. Pocas eran las ocasiones en que podía permitirse el capricho de tener un rato para ella misma, aunque siempre tenía que velar por su aspecto para estar apetecible de cara a su marido. Por eso quizá los únicos lujos que se permitió aquellos años fueron el de ir a la peluquería y el de hacerse las piernas con cera.

Se llamaba Matilde y para ir por casa vestía un chal azul de lana gruesa que se había tejido ella misma. Era una gran amante de tejer con las agujas. Otrora también le gustaba el ganchillo, pero en los últimos tiempos, con la artritis de las manos le resultaba francamente difícil coger aquellas agujas tan pequeñas. Además estaba el tema de la vista. Aquellos ojos acuosos, escondidos tras unas enormes gafas de lente gruesa y montura de pasta, diríase que sujetos por las arrugas que salían de ellos hacia las sienes, ya no mostraban la fuerza de antaño, aunque aún podía vislumbrarse en ellos el afán de una mujer luchadora que siempre supo cómo esquilmar de aquí y de allá para llegar a fin de mes con el menor apuro posible incluso en los peores momentos. Callando siempre cuando tenía que dejar de ir a la peluquería, o cuando tenía que llevar las medias con carreras, callando también cuando tenía que reciclar la cera después de haberse hecho las piernas para ahorrar, pero vigilando de que a su marido nunca le faltaran los céntimos para que pudiera ir a echar su chato diario con los amigos.

Se llamaba Matilde y debajo del chal acostumbraba a llevar una chaqueta de punto negro y un jersey de punto oscuro. El delantal blanco, la falda negra y las medias color carne completaban su atuendo, coronado por aquellas zapatillas de ir por casa. Se movía con pasos cortos y silenciosos por el hogar vacío, como le había enseñado a hacer su amantísimo esposo durante aquellos cuarenta años de matrimonio para que no le perturbara el sueño cuando ella se levantaba de madrugada a preparar el desayuno de todos, o al medio día mientras él dormía la siesta. En parte era por costumbre, y en parte también, por que a su edad empezaba a ser lo más normal caminar con pasos cortos y silenciosos.

Se llamaba Matilde y por la noche, una vez se había despojado cuidadosamente de su ropa se quedaba en un pudoroso camisón azul oscuro afelpado. Con cuidado abría la cama y se escurría bajo aquellas sábanas de algodón que cuando se deshilaran de puro viejas reutilizaría como trapos para limpiar cristales.

Se llamaba Matilde y por las mañanas, mientras hacía las tareas del hogar, en su vieja gramola sonaban discos de José Sepúlveda o Antonio Machín y por las tardes, mientras mojaba dos bizcochos de soletilla en su vaso de café con leche escuchaba a Encarna Sánchez en el transistor. Siempre había habido una radio en casa y ese era el único medio de comunicación que ella concebía. En un cajoncito del costurero tenía siempre pilas de repuesto. El mismo costurero donde además del hilo, los botones y las agujas tenía también aquel viejo huevo de madera que servía para zurcir calcetines.

Se llamaba Matilde y vivía sola. No tenía ningún gato que la hiciera compañía, ni una amiga con la que compartir las frías tardes de invierno. La última amiga que tuvo ya hacía tiempo que había perdido la poca cabeza que le quedaba, y los hijos la habían internado en un centro al que ella no iba porque la deprimía. Sólo tenía unos cuantos cactus colocados en unas macetas situadas en su patio interior. Casi nunca se acordaba de regarlos.

Se llamaba Matilde y sus manos olían a la naftalina de la ropa que cada día movía y removía obsesivamente en el armario, olían al pescado o a la carne de la comida, pero sobretodo, y por mucho que se las lavara con jabón lagarto, sus manos olían a anciano. Ese olor que desprenden los ancianos cuando tienen que empezar a pensar en que quizá vaya siendo hora de encargar una misa de difuntos.

Se llamaba Matilde y era mujer de rosario entre semana y misa de doce todos los domingos acompañada por el marido. Al salir volvía apresurada a casa para que la paella estuviese lista al regresar su hombre de tomar el vermouth con los amigos.

Se llamaba Matilde y apenas lloró cuando murió su esposo. No sabía explicar porqué, pero a pesar de su dolor también sintió un gran alivio que le recomía por dentro. Se limitó a fruncir el ceño, apretar un pañuelo con uno de sus puños hasta casi atravesarlo con las uñas, recibir todas las visitas de rigor y no decir palabra durante semanas. -Ha dejado de sufrir- se decía a sí misma para autoconsolarse, pero en el fondo sabía que no se trataba de eso.

Se llamaba Matilde y los domingos los hijos y los nietos iban a comer a casa. Entonces entraba una brizna de aire fresco en el hogar. Siempre recibía a los niños con una caja metálica de galletas, y con un billete de mil pesetas, mientras que su nuera le decía que no los malcriara, que tenían que aprender a ganarse el dinero, y que no les diera de comer antes de la comida que después no querrían nada.

Eran visitas cortas, y tampoco se hablaba demasiado. –Mamá, ya estás muy mayor para vivir sola, tendrías que pensar en venir con nosotros, tenemos una habitación vacía- le decían los hijos, a lo que ella contestaba con un gesto mohín, poniendo sus manos de gruesos dedos sobre la de sus hijos, sentados uno a cada lado, y diciéndoles que ella ya estaba bien allí, en su casa de toda la vida, que no quería ser una molestia. Cuando el mayor quería replicarle, era la nuera quien tomaba la palabra y entonces salía a colación el tema de la residencia. -Mira Ricardo, yo estoy de acuerdo en que tu madre quizá ya no esté para vivir sola, pero también pienso que posiblemente estaría mejor en un centro donde pudiera estar en contacto con otras personas de su misma edad y que se encuentren en su misma situación o parecida.

Se llamaba Matilde y en esos momentos se le pasaba de golpe el apetito. Miraba fijamente a la foto de su difunto y con delicado gesto se limpiaba los labios con una de las servilletas de lino bordadas que antes utilizaban para las grandes ocasiones. Pocas grandes ocasiones le podían quedar, o eso pensaba ella, y por eso decidió sistemáticamente sacarlas cada vez que los hijos fueran a comer a casa. Retiraba con un gesto apenas visible su plato hacia delante y decía que ya no tenía más hambre. Se levantaba de la silla y recogiendo los platos se dirigía a la cocina para volver con los postres.

Se llamaba Matilde y en las pocas ocasiones que salía a la calle, para ir a la compra, al médico, o a la iglesia, le gustaba vestir un abrigo negro imitación de visón, tan desgastado por el tiempo como ella misma. En aquellas ocasiones, y con los ajes típicos de la edad se cambiaba dificultosamente sus zapatillas de ir por casa por unas botas con cordón que le sujetaban más el pie que los zapatos haciéndola sentir más segura.

Se llamaba Matilde, y toda la vida tuvo que hacer lo que le dijeron. Primero sus padres, después su esposo y finalmente los hijos, que optaron por llevarla seis meses a casa de cada uno contra su voluntad.

Se llamaba Matilde y aquella tarde que el mayor de sus hijos la fue a buscar para llevarla a su hogar encontró la maleta de cartón ya preparada en el descansillo. Su madre estaba sentada en la mesa camilla con tapete de ganchillo que ella había tejido. Los brazos los tenía sobre el tapete, y encima de los brazos la cabeza, de espaldas a la puerta. Delante de ella el vaso de café con leche de media tarde y sus dos bizcochos de soletilla.

Se llamaba Matilde y cuando su hijo se acercó a ella descubrió conmovido que los ojos sin vida de su madre contemplarían ya para siempre aquel atardecer sobre los tejados que se dibujaba a través de la ventana. .

12 de noviembre de 2008

-Perdone, señorita, ¿Nos conocemos?
-Claro papá, soy tu hija.- La mujer sujetaba la mano del anciano y lo miraba con gran ternura desde su posición, agachada ante el sillón en que estaba sentado el hombre.
-Mi hija -Pareció meditar para sí mismo el anciano con la vista perdida en la pared que había frente a él. –Tengo una hija...- Clavó todavía más sus brazos sobre el sillón orejero y preguntó -¿Está segura de eso, señorita? Quiero decir ¿Seguro que soy su padre? Mire que aquí hay muchas personas mayores.
-Sí papá, estoy segura de ello- Le dijo ella acariciándole la cara al anciano. Este la miraba con aire escrutador, intentando recordar en su fuero interno algo que le hablase de aquella muchacha que estaba ante él. –Usted me perdonará, señorita, pero no sé qué me pasa que últimamente me falla cada vez más la cabeza, ¿Sabe? Hay días en que apenas recuerdo ni donde estoy.
-Ya lo sé papá, por eso vengo a verte cada tarde, para que no te olvides de mí. Mira, te he traído una foto de tus nietos -Le contestó la mujer rebuscando en el bolso.
-Nietos... -continuó el hombre de nuevo para sí mismo- Soy abuelo...-
-Sí, papá, mira. Tres nietas como tres soles y ahora tienes ya de camino la primera de tus bisnietas. Pronto te traeré una foto con toda la familia aumentada.- La mujer le alcanzó al anciano la foto de familia en la que aparecían ella misma con su marido y tres muchachas cuyas edades podían estar perfectamente comprendidas entre los 25 y los 30 años.

El anciano miró la foto sin reconocer a nadie. De pronto irrumpió en un llanto quedo, silencioso. Un llanto de rabia que se delataba por los puños cerrados con fuerza, el ceño fruncido y el morderse los labios, aparte de las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos sin acabar de conseguirlo.

–Lo siento señorita -dijo tendiéndole la foto a la mujer, que la tomó y volvió a guardarla en el bolso- pero de veras que no consigo recordar nada de lo que usted me dice ni conozco a ninguna de las personas que hay en esta foto.

La mujer desvió la vista hacia una mesa donde dos ancianos, sentados en sendas sillas de ruedas, jugaban al parchís. Al igual que su padre, se mordía el labio inferior y al igual que su padre, las primeras lágrimas empezaban a cristalizar sus ojos. Se levantó, se recogió su largo pelo en una cola y se situó tras el anciano, tendiéndole sus brazos sobre los hombros.

El hombre miraba al suelo y sonreía con la mirada perdida, como si un instante antes no hubiesen mantenido conversación alguna. Ella respiró profundamente. No le gustaba ese olor tan especial que tenía aquella sala. No hubiese sabido definirlo, solo sabía que la ponía nerviosa y le desagradaba sobremanera.

-Vamos papá- dijo tomando del brazo al anciano para ayudarlo a levantarse- Te llevaré a dar un paseo. Te sentará bien caminar un poco.

Avanzaban por el pasillo al paso del anciano, lento y mal acompasado. La mujer lo sujetaba del brazo mirando el suelo, vigilando de que el hombre no tropezara. Tuvieron que parar un par de ocasiones porque al viejo se le salieron las zapatillas haciendo que trastabillara.

-Si tengo una hija, eso significa que también tengo una mujer, ¿verdad? ¿Dónde está tu madre? -preguntó el anciano mirando a su hija con creciente interés.

-Papá -respondió ella sin saber muy bien cómo continuar– Mamá murió hace dos años, de un infarto. La enterramos en el pueblo, en el nicho familiar.

El anciano detuvo en seco su paso y con gesto de triste sorpresa observó por un instante a su hija. Seguidamente reinició el paso y pidió –Hija, ¿podrías hablarme de tu madre?

-Sí papá- accedió ella- Mamá era una mujer encantadora. Siempre tenía una sonrisa para ofrecer a los demás. También era una mujer muy bella...

-Eso- Interrumpió el anciano a la mujer- no hace falta que me lo digas, sólo hay que verte a ti. Tu madre tuvo que ser muy bella para tener una hija tan guapa como tú.

La mujer le ofreció al anciano una sonrisa melancólica mientras evocaba tiempos pasados. Apretó con fuerza el brazo del padre y siguieron su paseo. –Mañana mismo, sin falta, te traeré una foto del día de vuestra boda.

-¿En serio? Me harías tan feliz si pudiera llegar a recordarla...
–Sí papá, en serio, mañana mismo te la traigo.

Se cruzaron por el camino con una enfermera que les indicó que se aproximaba la hora de la cena. Mientras desandaban el camino hacia la habitación del anciano, la mujer siguió hablándole de su madre, de su trabajo conjunto en los ultramarinos de un barrio del extrarradio, de las excursiones dominicales.

-Paula... -musitó el anciano cuando la mujer ya lo había dejado sentado en la mesa.
–Si papá! Ese era el nombre de mamá, Paula.-Sin poder contener la emoción, la mujer se despidió del anciano besándolo en la frente. Se puso el bolso bajo el brazo después de haber sacado un pañuelo de papel con el que se limpiaba las lágrimas. En más de un año desde que su padre había empezado con el alzheimer nunca había recordado nada.

Al día siguiente, a la misma hora, la mujer volvió a entrar en la sala del geriátrico donde su padre estaba sentado en un cómodo sillón orejero. Ella se agachó ante el anciano esperanzada y lo tomó de la mano. El anciano la miró interrogativamente y preguntó:

-Perdone señorita ¿Nos conocemos?

Tarragona, 13 de septiembre de 2007

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