28 de diciembre de 2009

Feliz navidad (con retraso)

La navidad es tiempo de fantasmas, y no precisamente a los de Dickens me refiero. Estos días tienen un algo especial que hace que los sentimientos florezcan con más intensidad que el resto del año. No olvidemos, por ejemplo, que es durante estas fiestas cuando se dan el mayor número de suicidios provocados por profundas depresiones. Y es que la Parca no se toma vacaciones ni en estos días.

El fantasma del pasado vendría representado por aquella persona que, durante la cena de Nochebuena o la comida de Navidad, siempre tiene que sacar a florecer las anécdotas más bochornosas de los miembros de la familia. Por otra parte, cada vez que una silla se queda vacía alrededor de la mesa, y aunque se tenga a los difuntos presentes durante el resto del año, en estas fechas se nota mucho más su ausencia. Con el paso de los años uno aprende que aunque de vez en cuando vaya habiendo una nueva baja en las filas de los comensales, siempre, de una u otra forma, acaba echando de menos a todos los que ha ido dejando detrás.

La proximidad del fin de año hace que el fantasma del pasado también se pueda representar mediante esa voluntad de hacer memoria de todo lo que hemos vivido durante los doce meses que separan una Navidad de la siguiente. Nuestra capacidad de cumplir lo que hemos deseado, nuestra capacidad de retener a nuestro lado a la persona que queremos sabiendo encontrar siempre ese frágil equilibrio que nos permita seguir adelante a pesar de la zozobra o, simplemente rememorando el vacío producido por la desazón y la tristeza producidas por la lejanía de quien pensábamos que estaría con nosotros para siempre.

El fantasma del presente debería recordarnos que durante estas fechas se remarca aún más, si es posible, la diferencia entre ricos y pobres, representada especialmente en el gasto desmesurado y en pantagruélicos banquetes de los que acaban quedando restos que pueden durar semanas. Recordemos a este respecto la tradición catalana de hacer canelones, el 26 de diciembre, como pretexto para aprovechar los restos de la comida de Navidad.


Si uno tiene la suerte de vivir en un hogar con niños pequeños, el fantasma del presente le otorgará una de las máximas sensaciones de placer que se pueden vivir: rememorar las navidades pasadas mediante la ilusión de los niños de hoy en día. No se puede dejar de pensar en que uno también una vez abrió regalos bajo un árbol, o que los reyes magos le trajeron una vez aquella primera bicicleta con la que se raspaba las rodillas y que desapareció misteriosamente, después de que su madre se enfadara tras manchar de negra grasa toda la ropa que tenía.

Por fortuna, a veces, también toca poner una nueva mesa alrededor de la mesa familiar. Ahí podría entrar en juego el fantasma de las navidades futuras. Todos expectantes alrededor de una mujer, haciendo sus propios planes para el pequeño que viene de camino y pensando ya en cómo serán las próximas navidades con el recién nacido ya como un miembro de derecho dentro del núcleo familiar.

Tomándonoslo con más frivolidad, es al fantasma del futuro a quien más faltamos en nuestra palabra. ¿Quién no se ha propuesto empezar un régimen o dejar de fumar después de fiestas faltando a su palabra transcurridos apenas unos días?

Las Navidades son también tiempo de dudas. ¿Hice bien al obrar de este modo? ¿Y si llamo por teléfono a… e intento resolver nuestras diferencias?

También son las Navidades tiempo de otros fantasmas que nada tienen que ver con el presente, el pasado, o el futuro. Tiempos del fantasma de la hipocresía social, ese tiempo de macromaratones televisivos que nos recuerdan la necesidad de que seamos más buenos que el resto del año con los más pobres y que nos permiten tranquilizar nuestra conciencia donando una ínfima cantidad económica.

Recordemos, por otra parte, que también hay otras navidades más oscuras. También la navidad llega a los hospitales, aunque siempre se intente endulzar la estancia de los enfermos estos días. Corales, payasos, futbolistas, políticos o famosetes de pro se apuntan en estos días a hacerse la foto de rigor especialmente con niños enfermos.

Es navidad en las ciudades y en los pueblos, en las casas con calefacción y en los callejones, es Navidad para niños y ancianos, es Navidad en España y en Ruanda. No me hagáis mucho caso, quizá sea cosa de la hora, quizá simplemente que a veces viene bien desahogarse con el folio en blanco. Sea como sea, que paséis felices fiestas y que el año que entre os traiga casi todo lo que deseéis, dejando algo para el siguiente.

Tarragona, 26 de diciembre de 2009

Eduard Manero

26 de septiembre de 2009

¿Eres argentina?

-Eres argentina ¿verdad?- La pregunta, en un principio inocente, acabaría abriendo las puertas del infierno.

-Sí- Contestó ella secamente.

-¿Cuánto tiempo llevas en España?- A estas alturas todavía no tenía conciencia de cuan dolorosa podía ser una respuesta.

Ella giró la cabeza hacia un lado y mirando hacia el suelo pareció pensárselo mientras se mordía las uñas a causa de los nervios. –Llevo acá tanto tiempo que ya me siento más española que argentina. Tuve que venirme cuando lo de los militares, allá en el 79. Estudiaba medicina y cada día éramos uno o dos compañeros menos en la clase. Fíjate en los años que han pasado y todavía me pregunto por qué me pasó todo aquello. Yo no iba a manifestaciones ni nada por el estilo, aunque sí que leía los panfletos que repartían. Tuve que estar dos meses encerrada en el sótano de casa de mis padres antes de que me echaran a esta tierra. Si no hubiese sido así igual yo también me hubiese desaparecido. Sigo sin entender por qué me pasó eso, porqué con menos de 20 años tuve que salir hacia un lugar extraño para no volver jamás a casa.

-Quizá por que estudiabas- Fue un primer intento de respuesta al no saber qué decir. Los dedos habían dejado de juguetear con el lápiz que tenía entre las manos y se habían puesto rígidos a su alrededor.

-Si, claro, fue porque estudiaba, pero fíjate, me da mucha rabia que se hicieron oídos sordos, que nadie sabía qué pasaba y si lo preguntabas te desaparecías. Yo tenía una amiga que vivía junto a un “de eso” de los bomberos y una noche que me quedé allí le pregunté qué pasaba que de madrugada sonaba la música tan alta allá donde los bomberos. Ella me dijo que no era nada extraño, que no pasaba nada. ¿Cómo no iba a pasar nada? Ellos lo sabían y no decían nada.

Ahora hace poco han empezado a venir algunos conocidos de aquella época huyendo de la crisis de Argentina para caer en esta otra crisis y tiro por que me toca y siempre me enfado. Les pregunto que por qué no hicieron nada entonces, que por qué se callaron, y no me responden. ¿Sabes qué les digo yo? Pudieron desaparecer a algunos, pero no creo que hubiesen podido desaparecer una facultad al completo. Pudieron matar a algunos, pero me parece imposible, que si nos hubiéramos plantado todos, mataran a todo un país. No, no se hizo nada, y ahora cuando pasa el tiempo todos vienen a darnos la palmadita en la espalda y se echan las manos a la cabeza cuando se habla del tráfico de niños que hubo entonces o se hace como que sienten lástima con las abuelas de mayo cuando dejaron que mataran a algunas de ellas antes de que las reconocieran internacionalmente.

A estas alturas el nudo en el estómago era una realidad latente. Uno casi se sentía avergonzado de pertenecer a una sociedad en la que por fortuna no ha habido grandes convulsiones políticas. No sabía qué decir y finalmente, de forma cobarde, ha optado por recoger los papeles y aplazar el resto de conversación para otro día.

21 de agosto de 2009

Anibal

Existe la remota posibilidad de que se trate únicamente de un rumor. Quizá se trate únicamente de una equivocación. En todo caso resultaría doloroso pensar que hubiera sucedido delante de nuestras narices. No solo por él, también para nosotros. Una vez más se hubiera demostrado la incapacidad de las instituciones a la hora de detectar precozmente este tipo de sucesos.

Nos lo trajeron a principios de Julio al centro. Era un perro sin pedigrí, de blanco pelaje áspero cubierto por manchas negras. Lo habían encontrado los hijos del pastor en su terreno, cerca de la carretera. Se había enganchado la pata en el cercado y le sangraba profusamente. Tuvieron los chiquillos que atarle un cordel al cuello y casi arrastrarlo para traerlo hasta nuestro centro. Mientras uno tiraba del improvisado collar el otro empujaba al animal, que se arrastraba malherido intentando ofrecer resistencia a sus captores y ladrando con ese inequívoco tono corto y seco que más adelante aprenderíamos a distinguir entre el resto de los ladridos.

Por desgracia es una tónica habitual la del abandono de animales en nuestras carreteras durante el periodo vacacional. En gran número acaban atropellados por vehículos al intentar cruzar la carretera, confeccionando de este modo un repugnante felpudo que “adorna” nuestras vías en un fútil intento de que nos remuerda la conciencia al pensar en ello. La gran novedad, la noticia, está cuando un animal, como fue el caso, en vez de intentar cruzar la carretera, siguiendo Dios sabe qué instinto, se conforma con seguir en ese lado de la cuneta en que lo abandonaron y puede ser salvado.

Aníbal, (bautizado con ese nombre en homenaje a un personaje de “El equipo A”) estuvo con nosotros durante todo un verano. Al llegar a nuestras dependencias el animal ya parecía haberse familiarizado, en cierta forma, con sus jóvenes rescatadores. Sin embargo rechazaba cualquier otra presencia humana.

Tuvimos que inyectarle un sedante para poder desparasitarlo, proceder a una revisión rutinaria y a las posteriores curas. A veces es difícil discernir entre si el animal es el hombre, o la bestia. Aníbal no solo tenía la pata herida, sino que mostraba serios síntomas de haber sufrido una atroz paliza antes de que, o bien fuese abandonado, o bien huyese de sus antiguos amos. Contusiones diversas y una fisura en una costilla daban fe de ello. También mostraba síntomas de desnutrición. Al parecer se trataba, dentro de todo, de un animal con suerte. Muy pocos animales tratados de este modo pueden contarlo.


Fueron necesarios varios días para que el animal se familiarizase no sólo con el personal del centro de acogida, sino también con sus nuevos compañeros. Desde el primer momento adoptó un rincón como suyo propio, y en cuanto alguien intentaba acercarse se levantaba con el pelo erizado y mostrando los dientes mientras empezaba a gruñir a modo de advertencia.

Debió de ser aproximadamente a mediados de Octubre cuando por fin conseguimos ganarnos la confianza de Aníbal. No era un perro cariñoso, no subía las patas delanteras sobre tu pierna, pero al menos ya se podía aproximar uno a él sin riesgo a que le mordiera.

En Diciembre, poco antes de las navidades, una familia de un pueblo vecino se interesó por Aníbal. Se trataba de una familia que quería regalarle al hijo menor un perro que le hiciese compañía. Les advertimos desde el primer momento de que había otros perros quizá más cualificados para ello, más cariñosos, para que nos entendamos. Pero el muchachito se había encariñado con Aníbal y sus manchas negras. Cabría pensar que Aníbal era ciertamente un perro con suerte.

Pero pocas veces se otorgan segundas oportunidades. Al parecer, Anibal no resultó lo suficientemente cariñoso con el niño, o simplemente la familia no tenía donde dejarlo. Fue en Abril, durante las vacaciones de Semana Santa, cuando los hijos del pastor volvieron al centro. Lloraban desconsoladamente, hipaban y apenas se les entendía. Lo primero coherente que dijeron, mientras me golpeaban con fuerza era ¿Para qué lo salvamos?

Según comentaron los hijos del pastor, de camino hacia los pastos encontraron tendido en la carretera un perro blanco con lunares negros que bien podía ser Aníbal. Había recibido un fuerte impacto por un vehículo y esperaba allí, perdido en medio de la nada, el momento de la muerte. Tenía espasmos y sangraba por el hocico y la boca. Dicen que permaneció quieto hasta morir. Aunque no pudiesen asegurarlo al cien por cien, estaban casi seguros de que se trataba de Anibal. Como ya he dicho, quiero hacerme la vana ilusión de que se tratara sólo de una equivocación y fuese uno de tantos animales anónimos. Sea como sea, esta mañana no he podido dejar de sentir que de nuevo hemos fracasado.

14 de agosto de 2009

Se llamaba matilde

Se llamaba Matilde. El cabello gris ceniciento lo llevaba siempre recogido en un gran moño sujeto con agujas metálicas negras. En su ancho rostro, de carnosas mejillas caídas por la edad
y marcadas por las viruelas dibujaba siempre algo parecido a una media sonrisa. Sus amplios labios rosados se mostraban resecos y cortados por el paso del tiempo.

Se llamaba Matilde y por todo juguete siempre tuvo aquella muñeca de trapo con ojos de botones y cabeza rellena de serrín, con dos coletas de lana a los lados. Si quería saltar a la comba lo hacía en el patio interior, debajo de los tendederos, con una cuerda prestada,
y para dibujar una pídola y jugar tampoco es que se necesitara demasiado.

Se llamaba Matilde y se sintió engañada. Aquel primer beso con aliento a vino que intentó colarse en su boca buscando su lengua y provocándole arcadas, la rudeza de su marido buscando sus senos, la aspereza de la paja en el carro y aquel hedor de después de una dura jornada de trabajo en el campo, nada tenían que ver con la concepción que ella se había hecho de lo que sería el amor de su vida.

Se llamaba Matilde y perdió su juventud encerrada en casa entre cacerolas, escobas y pañales. Pocas eran las ocasiones en que podía permitirse el capricho de tener un rato para ella misma, aunque siempre tenía que velar por su aspecto para estar apetecible de cara a su marido. Por eso quizá los únicos lujos que se permitió aquellos años fueron el de ir a la peluquería y el de hacerse las piernas con cera.

Se llamaba Matilde y para ir por
casa vestía un chal azul de lana gruesa que se había tejido ella misma. Era una gran amante de tejer con las agujas. Otrora también le gustaba el ganchillo, pero en los últimos tiempos, con la artritis de las manos le resultaba francamente difícil coger aquellas agujas tan pequeñas. Además estaba el tema de la vista. Aquellos ojos acuosos, escondidos tras unas enormes gafas de lente gruesa y montura de pasta, diríase que sujetos por las arrugas que salían de ellos hacia las sienes, ya no mostraban la fuerza de antaño, aunque aún podía vislumbrarse en ellos el afán de una mujer luchadora que siempre supo cómo esquilmar de aquí y de allá para llegar a fin de mes con el menor apuro posible incluso en los peores momentos. Callando siempre cuando tenía que dejar de ir a la peluquería, o cuando tenía que llevar las medias con carreras, callando también cuando tenía que reciclar la cera después de haberse hecho las piernas para ahorrar, pero vigilando de que a su marido nunca le faltaran los céntimos para que pudiera ir a echar su chato diario con los amigos.

Se llamaba Matilde y debajo del chal acostumbraba a llevar una chaqueta de punto negro y un jersey de punto oscuro. El delantal blanco, la falda negra y las medias color carne completaban su atuendo, coronado por aquellas zapatillas de ir por casa. Se movía con pasos cortos y silenciosos por el hogar vacío, como le había enseñado a hacer su amantísimo esposo durante aquellos cuarenta años de matrimonio para que no le perturbara el sueño cuando ella se levantaba de madrugada a preparar el desayuno de todos, o al medio día mientras él dormía la siesta. En parte era por costumbre, y en parte también, por que a su edad empezaba a ser lo más normal caminar con pasos cortos y silenciosos.

Se llamaba Matilde y por la noche, una vez se había despojado cuidadosamente de su ropa se quedaba en un pudoroso camisón azul oscuro afelpado. Con cuidado abría la cama y se escurría bajo aquellas sábanas de algodón que cuando se deshilaran de puro viejas reutilizaría como trapos para limpiar cristales.

Se llamaba Matilde y por las mañanas, mientras hacía las tareas del hogar, en su vieja gramola sonaban discos de José Sepúlveda o Antonio Machín y por las tardes, mientras mojaba dos bizcochos de soletilla en su vaso de café con leche escuchaba a Encarna Sánchez en el transistor. Siempre había habido una radio en casa y ese era el único medio de comunicación que ella concebía. En un cajoncito del costurero tenía siempre pilas de repuesto. El mismo costurero donde además del hilo, los botones y las agujas tenía también aquel viejo huevo de madera que servía para zurcir calcetines.

Se llamaba Matilde y vivía sola. No tenía ningún gato que la hiciera compañía, ni una amiga con la que compartir las frías tardes de invierno. La última amiga que tuvo ya hacía tiempo que había perdido la poca cabeza que le quedaba, y los hijos la habían internado en un centro al que ella no iba porque la deprimía. Sólo tenía unos cuantos cactus colocados en unas macetas situadas en su patio interior. Casi nunca se acordaba de regarlos.

Se llamaba Matilde y sus manos olían a la naftalina de la ropa que cada día movía y removía obsesivamente en el armario, olían al pescado o a la carne de la comida, pero sobretodo, y por mucho que se las lavara con jabón lagarto, sus manos olían a anciano. Ese olor que desprenden los ancianos cuando tienen que empezar a pensar en que quizá vaya siendo hora de encargar una misa de difuntos.

Se llamaba Matilde y era mujer de rosario entre semana y misa de doce todos los domingos acompañada por el marido. Al salir volvía apresurada a casa para que la paella estuviese lista al regresar su hombre de tomar el vermouth con los amigos.

Se llamaba Matilde y apenas lloró cuando murió su esposo. No sabía explicar porqué, pero a pesar de su dolor también sintió un gran alivio que le recomía por dentro. Se limitó a fruncir el ceño, apretar un pañuelo con uno de sus puños hasta casi atravesarlo con las uñas, recibir todas las visitas de rigor y no decir palabra durante semanas. -Ha dejado de sufrir- se decía a sí misma para autoconsolarse, pero en el fondo sabía que no se trataba de eso.

Se llamaba Matilde y los domingos los hijos y los nietos iban a comer a casa. Entonces entraba una brizna de aire fresco en el hogar. Siempre recibía a los niños con una caja metálica de galletas, y con un billete de mil pesetas, mientras que su nuera le decía que no los malcriara, que tenían que aprender a ganarse el dinero, y que no les diera de comer antes de la comida que después no querrían nada.

Eran visitas cortas, y tampoco se hablaba demasiado. –Mamá, ya estás muy mayor para vivir sola, tendrías que pensar en venir con nosotros, tenemos una habitación vacía- le decían los hijos, a lo que ella contestaba con un gesto mohín, poniendo sus manos de gruesos dedos sobre la de sus hijos, sentados uno a cada lado, y diciéndoles que ella ya estaba bien allí, en su casa de toda la vida, que no quería ser una molestia. Cuando el mayor quería replicarle, era la nuera quien tomaba la palabra y entonces salía a colación el tema de la residencia. -Mira Ricardo, yo estoy de acuerdo en que tu madre quizá ya no esté para vivir sola, pero también pienso que posiblemente estaría mejor en un centro donde pudiera estar en contacto con otras personas de su misma edad y que se encuentren en su misma situación o parecida.

Se llamaba Matilde y en esos momentos se le pasaba de golpe el apetito. Miraba fijamente a la foto de su difunto y con delicado gesto se limpiaba los labios con una de
las servilletas de lino bordadas que antes utilizaban para las grandes ocasiones. Pocas grandes ocasiones le podían quedar, o eso pensaba ella, y por eso decidió sistemáticamente sacarlas cada vez que los hijos fueran a comer a casa. Retiraba con un gesto apenas visible su plato hacia delante y decía que ya no tenía más hambre. Se levantaba de la silla y recogiendo los platos se dirigía a la cocina para volver con los postres.

Se llamaba Matilde y en las pocas ocasiones que salía a la calle, para ir a la compra, al médico, o a la iglesia, le gustaba vestir un abrigo negro imitación de visón, tan desgastado por el tiempo como ella misma. En aquellas ocasiones, y con los ajes típicos de la edad se cambiaba dificultosamente sus zapatillas de ir por casa por unas botas con cordón que le sujetaban más el pie que los zapatos haciéndola sentir más segura.

Se llamaba Matilde, y toda la vida tuvo que hacer lo que le dijeron. Primero sus padres, después su esposo y finalmente los hijos, que optaron por llevarla seis meses a casa de cada uno contra su voluntad.

Se llamaba Matilde y aquella tarde que el mayor de sus hijos la fue a buscar para llevarla a su hogar encontró la maleta de cartón ya preparada en el descansillo. Su madre estaba sentada en la mesa camilla con tapete de ganchillo que ella había tejido. Los brazos los tenía sobre el tapete, y encima de los brazos la cabeza, de espaldas a la puerta. Delante de ella el vaso de café con leche de media tarde y sus dos bizcochos de soletilla.

Se llamaba Matilde y cuando su hijo se acercó a ella descubrió conmovido que los ojos sin vida de su madre contemplarían ya para siempre aquel atardecer sobre los tejados que se dibujaba a través de la ventana. .



Actualizado el Viernes, 20 Abril 2007 por eduard

8 de julio de 2009

El viaje de Simon

En mitad del campo helado, dejando tras de sí un profundo surco, se veía avanzar a un hombre tirando de su carro a través de la nieve como si de una mula se tratara. El animal que solía hacer esas tareas enfermó unos días antes. Se le infectó una astilla en la pezuña y lo tenía descansando.

En un principio pensó en dejar de ofrecer sus servicios durante el tiempo en que el animal tardara en recuperarse. Eso también le hubiese venido bien para dejar que pasara el temporal. Sin embargo, las cuatro pesetas y media que le habían ofrecido por hacer aquel pequeño trecho le hicieron cambiar, muy a su pesar, de idea. Ese dinero le iba a permitir pagar sus deudas en la cantina del pueblo y aún le sobraría para poder pasar una temporada calentándose con el aguardiente por las mañanas, antes de cargarse las herramientas al hombro camino del establo.

Por muy llena que estuviese la tasca siempre bebía solo. Ese parecía ser su sino y lo tenía ya aceptado. Los hombres lo saludaban, pero siempre desde cierta distancia, alguna vez incluso lo habían invitado a un chato de vino, pero nunca se sentaba nadie en su mesa.

Eran poco más de las nueve de la mañana cuando se preparó para iniciar su recorrido. Entró al establo, acarició el hocico de la dócil mula y le puso heno para comer. Se quedó mirando el carro vacío y suspiró. Suspiró como suspiraba cada vez que tenía que hacer algo como lo de aquel día. Si ya le gustaba poco su trabajo en situaciones como aquella aún se le hacía más difícil llevarlo a cabo. Ya empezaba a ser mayor para según qué cosas, pero nadie parecía interesado en tomarle el relevo.

Cuando le dijeron la noche anterior que si podía hacer un viaje la mañana de Navidad él se negó en rotundo. El animal estaba enfermo y no tenía medios de cargar nada en su carro.

El sacerdote le dijo que entendía sus motivos y que tendría que tendría que acudir en una noche intempestiva como aquella a algún pueblo cercano para que alguien llevase al pequeño Simón hasta el cementerio.

Aquello lo cambió todo. Si había alguien en el pueblo tanto o más solitario que él, ese había sido el pequeño Simón. Hacía unos siete u ocho años que había aparecido una mañana en una canastilla a la puerta de la iglesia. Esas cosas siempre daban qué hablar en un pueblo pequeño como aquel, aunque nadie nunca se atrevió a levantar una voz acusadora acerca de la maternidad o la paternidad del muchacho. Cosas como esa, simplemente pasaban y punto.

El enterrador se quedó callado durante unos instantes, mirando al sacerdote. A fin de cuentas ¿Qué puede pesar un niño de unos siete años? Pensó que él mismo podría llevarlo con la ayuda de otra persona sobre sus hombros, pero enseguida desecho la idea. Era impensable que en un pueblo como aquel alguien se preocupara de un expósito como Simón. Tampoco era tanto lo que separaba el pueblo del Camposanto y si, con un poco de suerte, no nevaba durante la noche en menos de media hora calculaba que, parándose a tomar aire de tanto en tanto, podría llegar a su meta.

No se trataba del dinero que le había ofrecido el cura. Se trataba del muchacho y de su dignidad. Nadie merecía que lo tratasen como la gente del pueblo había tratado a Simón simplemente por no saber quienes eran sus padres. Los niños se reían de él y lo perseguían a pedradas. Las mujeres se apartaban de su camino y lo ahuyentaban para que no se acercase a sus criaturas. Los hombres escupían a su paso y siempre lo miraban con desdén desde lo alto. Quizá que una pulmonía se lo llevase a edad tan temprana era lo mejor que le podía haber sucedido. De lo que se trataba, en definitiva, era de la dignidad del muchacho. Como bien le había dicho el sacerdote, también el niño tenía derecho a descansar en el Camposanto y no en una fosa común como aquella que había a las afueras del pueblo y de la que nadie había vuelto a hablar, a pesar de que todos sabían de su existencia, desde después de la fatídica guerra.

A la mañana siguiente el hombre no pudo por menos que jurar y perjurar un par de veces cuando al levantarse vio que durante la noche había caído una gran nevada. Sin embargo estaba decidido a que eso no mermase sus planes. La noche anterior le había dado la mano al cura y un trato es un trato y más según con qué gentes.

Pensó en cómo podría hacerlo para cargar con el pequeño féretro y en primera instancia se le ocurrió rodearlo con una cuerda y tirar de los cabos, pero enseguida desdeñó esa idea, dado que el ataúd no hubiese llegado ni a la salida del pueblo.

Entonces se le ocurrió vaciar el pequeño carro del que tiraba la mula y una vez sin nada probar a levantarlo. Iba a ser un viaje duro, pero no se le ocurrió ninguna otra solución.

Fue a la hora determinada hasta la iglesia, donde el sacerdote estaba acabando de celebrar una misa presidida por el ataúd a la que apenas había acudido media docena de personas. Él no estaba interesado en la misa, nunca lo había estado, simplemente era algo relacionado con su trabajo. Se quitó la boina de forma respetuosa, apretándola contra su pecho y esperó pacientemente a que acabara la liturgia para entrar a la iglesia y con la ayuda del sacerdote acomodar al pequeño Simón para su último viaje en el carro.

Las mujeres, a su paso, se persignaban y rezaban dando en realidad gracias por que fuese aquel muchacho y no el suyo el que estaba en el carro. Los hombres se conformaban con mirar sin decir nada, con los labios prietos y la boina sobre el pecho. Así, poco a poco, empezó su lúgubre marcha dejando tras de sí el pueblo, la etapa más fácil del trayecto.

Las manos, envueltas en unos guantes de lana de los que ya apenas quedaban unos resquicios, empezaban a sangrar. El pecho le ardía del esfuerzo de tirar del carro. Las piernas se le hundían en la nieve hasta casi las rodillas dificultándole cada vez más el camino, también tenía que liberar de tanto en tanto las ruedas de la nieve pero no podía pensar en pararse. El primer motivo era que si lo hacía antes de llegar arriba de la ladera posiblemente acabase congelado, haciéndole compañía al niño donde quiera que vayan los muertos. El segundo era que no quería fallarle. No había tenido a nadie que le diera su cariño en mañanas de navidad como aquella: los curas lo habían cuidado como buenamente habían podido, pero tampoco aquello había sido demasiado. Al menos que ese fuese, quizá, el único regalo que Simón recibiese nunca: un viaje en carro hasta el cementerio.

Si alguien aquella mañana hubiese podido mirar aquel campo helado, quizá se hubiera sorprendido al ver a un hombre, tirando de un carro como si fuese una mula, dejando tras de sí un profundo surco.

Tarragona, 3 de julio de 2009
prueba

12 de junio de 2009

En el dia internacional contra la explotacion infantil

El niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatifecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepurtura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Le veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
u declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

Miguel Hernandez

7 de junio de 2009

Querida Celia:

Que decir... estabas guapisima el otro día con ese traje tradicional. Apenas estuve un rato en la recepción, lo justo para ver la entrega de premios y tomarme una copa. Había demasiada gente y me sentía raro, no me van esas historias. ¿Pudiste cruzar más de dos palabras con Isabel Allende?

Bueno, una nueva semana encima. Hay que reorganizar la cocina. Lo dejo en tus manos. Saca la ropa de la lavadora.

4 de junio de 2009

La creación

Y Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Se lo quedó mirando y durante unos instantes pensó cómo podía mejorarlo. Entonces creó a la mujer.

2 de mayo de 2009

Man


La noche caía a plomo sobre el puerto. Sentado allí en el paseo, el afilador no pudo menos que contemplar una vez más aquel espolón artificial y sentir una punzada en el pecho. Había conocido de primera mano la trágica historia de aquel lugar y el abandono al que las autoridades supuestamente pertinentes lo condenaron le dolía en el alma.

Conoció el afilador a Man a principios de los años sesenta, cuando aún llamandose Manfred era apenas un recien llegado a Camelle que se dedicaba a recoger objetos que el mar rechazaba sobre las rocas para incorporarlos a su pequeño paraiso, un espolón rocoso del que el alemán hizo su hogar.

A los pocos veranos volvió el afilador a arrastrar su bici por las playas de Camelle y volvió a encontrarse con Man. Ya por entonces había adaptado como único vestido aquel taparrabos que sería una de sus señas de identidad hasta el momento de su muerte. Ya por entonces también podían observarse las primeras modificaciones que el alemán había hecho al espolón.

Se trataba de modificaciones artísticas y no siempre a su antojo. El espolón de Man acabó convirtiéndose en una atracción turística en la que el visitante podía, tras pagar la módica cantidad de veinte duritos allá a principios de los noventa, interactuar imaginando nuevas formas que Man pudiese esculpir y dibujándolas en una libreta que el hombre facilitaba a los turistas para que después le devolvieran y quien sabe, quizá le sirviesen de inspiración.

Durante los más de 30 años que el alemán de Camelle estuvo en aquella población, peleó con el ayuntamiento por preservar su museo ante planes urbanísticos, consiguió vencer a la burocracia haciendo que desviasen el paseo marítimo sin que afectara a "su museo".

El afilador recuerda que la primera vez que vio a Man vestir su taparrabos pensó que era alguien que había nacido milenios después de lo que le pertocaba. ¿Cómo sería su vida allí, entre las rocas, cuando el atlántico las atacaba con fuerte viento en las duras tardes de invierno?

Durante años el afilador no volvió a pensar en aquel personaje, ni en aquel lugar, aunque era uno de los pocos sitios que tenía fotografiados en su pequeño álbum personal. Sin embargo las noticias le golpearon duramente cuando, tras la tragedia del prestige saltó el alemán a todas las portadas de los diarios y los noticieros por su muerte. Cuentan que el chapapote alcanzó sus rocas. Cuentan que le dijo a un periodista que ya había soñado con su muerte a causa del petroleo. Cuentan que fue la depresión la que lo llevó a no comer y que se pasaba los dias encerrado en su chabola tras comprobar que no podía arrancar con sus manos aquella mortifera substancia. Cuentan que murió de pena.

Quizá sea por venganza, quizá por simple desidia, ha habido varias partes interesadas en mantener y restaurar el espolón de Man, pero todas han topado siempre con las autoridades del pueblo, que parecen preferir que se conviertan en un nido de suciedad y desolación a mantener viva la memoria de una de las personas que posiblemente más quiso y más hizo por aquella Camelle.

Fue una tarde de primavera, en la otra punta del país, cuando el afilador escuchó casualmente una canción que le devolvió a la memoria una vez más la terrible historia de Man. Eso fue lo que volvió a traerle hasta Camelle, simplemente con la intención de depositar una rosa dibujada entre los barrotes de la reja que ahora cierra el paso del atolón de Man el Alemán. La canción, de Joan Isaac, en castellano dice así:

Noviembre abría sus brazos
y tu desnudo, como cada mañana
buscabas por entre las rocas
el rastro de tu paraiso
¿Donde están los pájaros de alas blancas?
¿Donde el salvaje rumor?
¿Donde la memoria marina...
de espuma y alíseos del norte?

Y mudo, contemplando la tragedia
recuerdas cuando decidiste huir
de aquella Alemania brumosa
donde tu no tenías sentido.

Pero Manfred ¿Qué le han hecho al mar?
que te han arrancado el corazón
con lanzas de miseria, la atlántica belleza
que lo inundaba todo.

Noviembre abría sus brazos
y tu desnudo como cada mañana
buscabas entre las rocas
el rastro de tu paraiso.

¿Pero quien ha sido capaz de robarte
un sueño de mar infinito
la vida bañandose en la playa
y el grito abisal de los delfines?

Y dicen las brujas marinas
que te ven navegar por los arrecifes
una sombra entre tinieblas
vestida de desnudez
y mares de tristeza en tus ojos.

29 de abril de 2009

Querida Celia:

Recuerda que el viernes es fiesta. Tienes razón, aquí en los países mediterraneos, al menos aquí en España, no creo que haya esa cultura del socialismo trabajador de la misma forma que existe en otros países especialmente de sudamérica. Ya sabes a lo que me refiero: "el pueblo unido jamás será vencido" y cosas por el estilo, nos faltan himnos que nos aúnen y los que hay creo que ya se están quedando ligeramente anticuados.

Buena pregunta, Celia, yo también me la he hecho cada año: ¿Por qué la llaman Feria de Abril si, al menos aquí, es durante los primeros días de mayo?

27 de abril de 2009

The boxer



¿Nunca os ha pasado que, de forma vil y rastrera una canción se desliza en vuestro cerebro para quedarse allí sonando una y otra vez durante todo el día sin que haya modo alguno de sacarla de allí?

Esta mañana, yendo a trabajar, la radio acudía una vez más a una de esas canciones que nunca fallan a la hora de conseguir mantener a cierto tipo de audiencia. Se trataba de "The boxer" de Simon and Garfunkel, una vieja composición acerca de un boxeador que recuerda su infancia y que una vez mayor recibe una y otra vez los golpes y los empaques que la vida quiera darle.

Hace un momento, cuando como queriendo exortizarla de mi cerebro he puesto en marcha el milagroso youtube, la canción me ha hecho llegar a un punto de reflexión que nunca pensé que llegase a hacerme llegar.

En estos tiempos que nos ha tocado vivir, los que tenemos un trabajo estable podemos darnos por más que agradecidos. Podrá gustarnos más o menos nuestro trabajo y podremos sentirnos en mayor o menor medida satisfecho con él. Ahí es donde me ha venido a la mente la última estrofa de esta canción. Cada uno tenemos lo nuestro, pero lo que es bien cierto es que si queremos seguir adelante no nos queda otra que seguir el ejemplo del boxeador cuando recibe todos los golpes y grita "Abandono, abandono" pero el boxeador sigue allí de pie, viéndolas venir, soportando lo que le caiga encima.

15 de abril de 2009

Y la llama aún arde...



Ahora vivo una vida irreal
donde todo lo que aprendo,
todo lo que siento, todo lo que gira a mi entorno
es dulce y amargo y se vuelve un misterio
recordando cuando sacudías los árboles de la tentación
y aprendí lo que era el miedo y el precio
de un paraiso frustrado.

Y la llama aún arde
estará en mi alma por un tiempo sin fin
Y la llama aún arde
aunque ahora solo seas un reflejo de entonces
Ella todavía arde en mi vida,
en mi vida.

Yo quiero creer que aun puedo escuchar
las palabras no dichas de mi esperanza
hoy que las luces empiezan a fluir
mañana quien sabe quien las escuchará.
Pero en mi vida no hay un lenguaje para el amor
ninguna palabra ha aparecido.
Desde que dejamos juntos de atizar la brasa
ya no tengo más esperanza ni fe en el amor.

Pero la llama aún arde
estará en mi alma por un tiempo sin fin
Y la llama aún arde
aunque ahora solo seas un reflejo de entonces
Ella todavía arde en mi vida,
en mi vida.

Seguiré adelante, vigilando de que tu llama aún arda
Seguiré adelante mientras las palabras te recuerden

Y la llama...
___

Y la llama aún arde, y aunque hoy hubieses cumplido 36 lo celebraré como si aquí estuvieses, y la llama aún arde y no dejaré que se apague, no lo haré, no...

6 de abril de 2009

Nene

-Nene ¿ya te has lavado la cara?- Las prisas lo mataban, pero más lo mataba que a pesar de tener cerca de ocho años y un hermano de tres todavía siguiese siendo el nene. Así, ¿cómo iba a conseguir que el renacuajo lo respetase?


-Sí mamá- Mintió descaradamente desde su cuarto. Se desperezó una vez más estirando sus pequeños brazos hacia el techo y se dispuso a calzarse. Algún día... algún día esos brazos pequeños alcanzarían el techo, y ese día su madre ya no lo llamaría nene. Su hermano lo admiraría y no tendría necesidad de madrugar innecesariamente. No tendría que ir a trabajar, porque tenía claro que de mayor quería ser futbolista. Se pasaría el día jugando a fútbol y además sería rico, y si un día estaba cansado y no quería ir a jugar a fútbol nadie podría decirle nada, porque para algo estaban los jugadores reserva.

Un montón de ropa sucia se mezclaba con los juguetes. La cabeza de un explorador ataviado con su correspondiente salacot asomaba por entre una camisa roja y unos calcetines oscuros. Mamá se enfadaría cuando fuese a hacer la cama y viera que él no había llevado su ropa sucia a lavar. Jo, su madre tenía que entender que no sólo los adultos tienen obligaciones.

Él había tenido una tarde muy ajetreada el día anterior. Les costó mucho a los valientes británicos conseguir vencer a los guerreros zulú que se escondían por todas partes en la selva.

Se acabó de calzar sus deportivas blancas. No le gustaban las zapatillas blancas. En cuanto se metía a chapotear en los charcos, después de la lluvia, ya estaban hechas un asco, y de nuevo mamá le reñía por ello. Le encantaba chapotear en los charcos después de la lluvia, especialmente si pasaba alguna niña por al lado, para salpicarla, y reírse de ella. Eran extrañas las niñas, no entendía cómo podía ser que no les gustara jugar al fútbol. Además eran idiotas. Enseguida se echaban a llorar y a gritar cuando les dabas un puñetazo o un empujón. No servían para pelear como Pau, el niño más fuerte del patio después de él. Nunca había visto a Pau llorar, ni cuando se hacían sangre peleando. Una vez incluso lo golpeó con tanta fuerza que a Pau se le giró la cabeza con tan mala suerte que se dio con la esquina de una ventana abierta en la ceja y tuvieron que ponerle varios puntos. Ni siquiera entonces Pau había llorado, pero desde aquel momento todavía eran más enemigos que antes. Lo había decidido, nunca sería amigo suyo. Pau era como el malo de los tebeos, ese que siempre es vencido, pero que después acaba volviendo con un nuevo plan para apoderarse, en el caso de Pau, del patio.

Al salir de su cuarto llegó hasta él el dulce olor del chocolate recién hecho y la coca de bizcocho de la abuela. Iba a disfrutar hoy con el desayuno. La abuela sí que sabía hacer las cosas. Cuando él se levantaba para ir al colegio ya llevaba la abuela mucho rato en la cocina. ¿Cómo podía ser que se despertase tan pronto? Él sabía que cuando se iba a dormir ella todavía estaba despierta. Algunas veces incluso había pensado que quizá era que la abuela no durmiera. ¿Es que no necesitaba dormir? ¿Podía ser que los mayores no tuvieran que dormir? Papá y mamá también estaban despiertos cuando él se acostaba, pero sabía que por la mañana se levantaban de la cama casi igual que él y desayunaban juntos. Otra cosa que odiaba. Las colas para ir al lavabo por la mañana cuando cada uno empezaba a salir de su habitación.

–Date prisa niño, que no llego al trabajo- gritaba papá desde el otro lado de la puerta mientras él se lavaba los dientes antes de ir a la escuela.

Ver a papá afeitarse le producía un miedo hipnótico, sobretodo cuando pasaba la cuchilla por el cuello. Se quedaba embelesado mirando desde el quicio de la puerta mientras su padre se aplicaba la crema de afeitar y lo admiraba por lo valiente que era pasándose una cuchilla afilada por la cara. Una vez, hacía algunos meses de eso, aprovechó que papá y mamá habían salido a cenar y lo habían dejado en casa con su hermano y con la abuela para entrar al baño y coger una maquinilla de las de papá. Le pasó el pulgar por encima de la cuchilla y empezó a sangrar profusamente. Instintivamente se lamió el dedo después de emitir algo parecido a un issshh y para que no lo descubrieran decidió seguir el mismo remedio que había visto aplicarse a papá después de cada afeitado. Cogió el bote de líquido azul y lo abrió con la otra mano. Olía a colonia. Dejó caer unas gotas de ese frío líquido sobre su dedo y fue tal el escozor que no pudo evitar que el bote cayera al suelo haciéndose añicos. Enseguida se presentó en el lavabo la abuela que lo castigó, después de curarle el dedo, sin postres en la cena y mandándolo a la habitación sin tele. Al día siguiente papá le explicó que todos los hombres, cuando se hacen grandes, tienen que afeitarse, y le explicó cómo hacerlo. Sin embargo él sabía que eso era mentira. No todos los hombres tienen que afeitarse. Nunca había visto que el abuelo se afeitara y no tenía pelo en la cara como papá. Desde aquel día decidió que cuando fuese mayor sería como el abuelo y no tendría pelo en la cara.

Echaba de menos al yayo. Se había ido al cielo poco antes de las navidades pasadas. Mamá se había puesto muy triste y se pasó días llorando. Entonces él también había llorado, pero sólo un poco. Sabía que el abuelo ya no lo llevaría al parque, y que tampoco le daría más pastillas de toffe de esas que se le quedaban enganchadas entre los dientes. Le daban igual las pastillas de toffe del abuelo, prefería los bizcochos de la abuela, pero ahora ya no iba tanto al parque. Papá y mamá no tenían tanto tiempo para acompañarlo como el yayo, y la yaya se pasaba el día arriba y abajo en la casa sin salir apenas desde que su marido se había ido al cielo.

Salió del baño tropezando con el renacuajo, que iba corriendo por el pasillo y se había agachado para intentar pasarle por debajo de las piernas. Siempre le había caído mal ese enano. Desde que había nacido ya nada había vuelto a ser como antes. Los mayores ya no le prestaban tanta atención como cuando era él solo, pero lo peor de todo era que ya no tenía tantos regalos de los reyes magos como cuando antes, y estaba seguro de que el renacuajo tenía algo que ver con eso.

Se colgó la mochila de la escuela sobre el hombro cubierto con una fina chaqueta marrón de punto, le dio un beso a mamá y otro a la abuela, que le cogió del brazo con fuerza y le riñó por no haberse peinado. De este modo lo llevó a rastras hasta el baño, de donde salía papá oliendo a aquel líquido que le traía tan malos recuerdos. Papá y la abuela se miraron muy serios. Los adultos eran muy complicados. No entendía porqué papá y la abuela siempre estaban tan serios entre ellos, con lo enrollados que eran los dos.

Eso era algo que también odiaba, que la abuela lo peinara. Le hacía daño pasándole el peine una y otra vez hacia delante, dejándole un flequillo recto que no le favorecía para nada. Además, cuando la abuela acababa de peinarlo siempre le ponía un pañuelo en la nariz y le apretaba haciendo que se sonara: –No querrás salir a la calle con los mocos colgando. -Le repetía casi a diario.

Sólo una vez que la abuela lo había peinado podía salir a la calle para ir a la escuela. En cuanto pisaba la acera y estaba seguro de que ya no lo veían por la ventana se pasaba las manos por la cabeza para despeinarse. Tampoco le gustaba ese peinado que le hacía la abuela.

Se detuvo un momento a mirar el escaparate de la tienda de cómics que había unas casas más arriba de la suya. Había salido un nuevo número de el hombre atómico. Tendría que portarse bien hasta el domingo para convencer a mamá o a la abuela de que se lo compraran. También se detuvo en el escaparate de la pastelería que había junto a la tienda de cómics. Se aproximaba la pascua y ya empezaban a exponer las figuras de chocolate que adornarían las monas. No entendía porqué la abuela decía que eran huevos de pascua si no tenían forma de huevo. El año anterior le habían puesto sobre la mona una casa de chocolate con ventanas de confite y este año deseaba que le pusieran una pelota con el escudo de su equipo que acababa de ver en la pastelería. Se lo diría al padrino cuando fuera a verlo el domingo a la hora de comer.

Llegó hasta la esquina. Allí no había nadie. Miró hacia un lado de la calle, miró hacia el otro, miró su reloj de pulsera. Pensó en que había perdido todas las posibilidades que tenía de redención hasta el domingo. Entre dientes masculló un fastidio.

–Mierda, he perdido el autobús.

1 de abril de 2009

1 de abril

Sin saber muy bien ni como, había llegado el afilador a las más altas sendas de la montaña pirenaica, allí donde España se pierde en tierras francesas o viceversa. El viento levantaba gran cantidad de polvo en el camino. Se detuvo en un recodo, cerca de una fonda, a tomar un trozo de pan con queso, pero lo que vio hizo que se le pasara el apetito.

A escasos metros, doblando la última curva, avanzaban poco a poco un grupo de hombres y mujeres cargados con todo lo que tenían a cuestas camino de nuevas vidas allá en el extranjero. La imagen más impactante, sin lugar a dudas, la de aquella anciana cargada con un fardo en el brazo izquierdo mientras que con el derecho sujetaba a su hija, con una pierna amputada, y que avanzaba a pasos cortos con una única muleta de madera, haciendose servir de la madre como punto de apoyo.

No era el afilador hombre dado al sentimentalismo y mucho menos a la política, pero tuvo que reconocer que se le hizo un nudo en el estómago viendo a aquellos hombres y mujeres, de rostros cansados y rabiosos, andar por el camino, sin levantar la vista, cargados con sus maletas y su orgullo. Así avanzaban los republicanos, con los dientes prietos de rabia e impotencia y con la incerteza de un futuro cargado de peligros para ellos y para los que dejaban atrás.

Recogió el afilador sus alimentos sin haberlos tocado y se quedó mirando a aquel nutrido grupo que parecían querer recordarles a los que desde la fonda los observaban las miserias del conflicto que había asolado al país.

Entró, una vez hubieron pasado, a la fonda a lavarse las manos y a recargar su bota de vino. En el transistor una voz cargada de énfasis nacionalista anunciaba el final de la guerra.

13 de marzo de 2009

Avances tecnológicos.

Este texto lo escribí hace uno o dos años en ocasión de algo parecido a lo que relato. Ahora lo publico aquí porque desgraciadamente esta semana ha vuelto a ser actualidad.

Un fogonazo desde una ventana del tercer piso y el sonido reverberante de un disparo fueron el preámbulo.
Una pareja que se besaban sentados en un banco, las dos primeras víctimas.
A ella le atravesó el pulmón, ahogándola en su propia sangre. A él lo alcanzó un poco más abajo, quedándose la bala alojada en el plexo.
La muchacha únicamente pudo resollar mirándolo interrogativamente mientras el muchacho la observaba con igual cara de sorpresa mientras la veía morir en sus brazos con la sangre manando a borbotones por la boca.

El franco tirador, con su mente retorcida, no sólo se congratulaba de la limpieza del tiro, sino que pensaba en que aquello sí que había sido un verdadero amor trágico.

El segundo disparo alcanzó a una muchacha que, víctima de la confusión del momento, empezaba a correr junto a sus compañeras. Un agujero en la frente bastó para dar testimonio de su muerte, tan inmediata como la de sus predecesores.

A estas alturas el pánico ya cundía en el Campus. Los estudiantes gritaban, corrían, tropezaban entre ellos y se tiraban al suelo provocando un caos aún mayor. Los árboles y las arcadas del claustro se convirtieron en improvisados parapetos tras los que esperar a que acabara la lluvia de disparos. Dos preguntas acudían a la mente de todos en aquel momento: ¿Quién? y ¿por qué?

Un profesor de gimnasia, con pantalones cortos, instaba a los alumnos a que se pusieran a cubierto. Un disparo le atravesó la pierna, entrandole por la canilla y saliéndole por la tibia. Allí vio truncada, entre dolores y sangre, su vida profesional. Por fortuna un grupo de alumnos, arriesgando sus vidas, pudieron tirar de sus brazos poniéndolo a cubierto junto a ellos.

La quinta víctima del francotirador tuvo un momento de conciencia sobre lo que le esperaba. Un punto rojo en el pecho le indicó, sin tiempo a reaccionar, que estaba bajo el punto de mira. Un trabajo tan limpio como los anteriores.

El olor de los jardines floridos se mezclaba con el de la sangre y la pólvora. Las primeras sirenas aullaban ya cada vez más cercanas. En la plaza del campus aún podía verse al grupo de los menos afortunados, que temblaban tras los árboles o agachados bajo los bancos de piedras, víctimas de crisis nerviosas que los hacían blanco fácil. Dos más cayeron.
Llegaron los primeros auxilios y la policía. Empezaron a evacuar a los estudiantes y se parapetaron al igual que ellos en los porches, con la mirada fija en una ventana del tercer piso. Los disparos ya no eran tan continuados, ni iban destinados hacia los estudiantes. Parecía que el francotirador pretendiese afianzar su posición asustando a quien intentase cruzar la plaza.
Gritos en la tercera planta. Al parecer los cuerpos de seguridad habían conseguido llegar hasta allí sin que el francotirador cayese en que le podían alcanzar por la retaguardia. Un nuevo disparo del fusil. Una ráfaga de metralleta. El sonido de los cristales de una ventana haciendose añicos precedieron a la caida del cuerpo sin vida de un muchacho de no más de 19 años que al chocar contra el suelo dejó caer el rifle que sujetaba con un brazo.
-!Eh, eh, eh! ¡Vuelve a pasar eso en cámara lenta, tío, que podamos ver cómo se estampa ese hijo de puta contra el suelo! -
En la seguridad que le confería la habitación de su casa, un muchacho pelirrojo y con la cara plagada de pecas alardeaba, con pasmosa calma, ante sus amigos de haber estado allí aquella mañana, y no sólo de haber salido con vida, sino de haber podido grabar prácticamente todo con su móvil. Menudo el chollo que tenía si podía colocar aquellas imágenes en alguna cadena de televisión o colgarlas en internet.

2 de marzo de 2009

Pepe Rubianes


Pues sí, señores y señoras -Se lamenta el afilador- Ayer tuvo la osadía de "dejarnos tirado" un cómico de los de primera clase con palabra casi tan afilada como mis cuchillos. Un hombre sin pelos en la lengua que igual despotricaba contra las inmobiliarias que provocaba crisis políticas a nivel nacional con sus opiniones acerca del país.

Monologuista de pro, durante más de veinte años trabajó sólo y se acomodó en Barcelona, aquella ciudad que lo acogió cuando aún era un chaval recien llegado de Galicia y era especialmente conocido en la escena catalana, autonomía que se recorrió ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, al igual que el afilador, para ganarse el sustento.

Era curioso. Durante muchos años mantuvo el mismo espectáculo en el mismo teatro y siempre llenaba, pero llenaba con la misma gente que ya lo había visto en anteriores ocasiones y que volvían a repetir. Hoy a la hora del almuerzo escuchaba: "Pues yo vi el "Rubianes solamente" tres veces" Yo intentaba echar cuentas y no era capaz de hacerlo, quizá tres, como mínimo, creo que cuatro o cinco. Y es que era lo mismo pero era diferente, porque aunque el esquéleto del espectáculo fuese invariable, dicho show se mantenía en todo momento actualizado, metiendo siempre el dedo en aquella llaga que se sabía que más podía sangrar.

Ayer dijeron de ti que viviste "Como le salió de la polla" y realmente fue así. Me lo demostraste personalmente. No sé si me recordarás, una actuación en un pequeño pueblo de la costa y una entrevista en la radio local. Cuando te preguntaron que qué era lo que más te gustaba de tu trabajo respondiste con una contundencia que no he olvidado nunca: "Me gusta que si voy por la calle y digo "Me cago en Dios" la Pepeta y la Marieta se escandalizaran, la madre que lleva al niño a la escuela le tapará los oidos al chaval y cambiará de acera. Sin embargo, si me subo al escenario y digo "Me cago en Dios" la Pepeta y la Marieta se parten el culo y lo mismo la madre del chaval, con lo que hago lo mismo que siempre pero encima me pagan.

Ay Pepe, quien te iba a decir a ti que, aún después de muerto y hasta vete a saber cuando interpretarías tu último papel, que es precisamente ese, el de Dios todo poderoso e invisible, únicamente una voz grabada para un musical.

Sé que muchos no entenderán lo que ahora voy a escribir, pero las tapas de las barras de los bares hoy se han quedado huerfanas. Me gustaría pensar que esta noche, al cerrar la puerta de los locales, los mejillones que ya cantan por soleares, las ensaladillas rusas que sólo de mirarlas producen alucinaciones y se ponen a bailar el kastaschov y los calamares a la romana, deprimidos siempre ellos porque de romanos poco, más bien catalanes, se han montado un sarao como los que solían montarse cada vez que se levantaba el telón y aparecías en escena para decir aquello de "Buenas noches señoras y señores, soy Pepe Rubianes actor galaico catalan".

18 de febrero de 2009

Las siete de la mañana

Las siete de la mañana. Todavía es oscuro. El hombre se ha despertado sin necesidad de que sonara el despertador. Rutina diaria. Con sumo cuidado de no despertar a su mujer se desliza hasta sentarse en el borde de la cama. Se mira los pies cavilando, se rasca la reluciente calva y se pone las zapatillas de ir por casa.

Octubre de 1905. Los soldados del Acorazado Principe Potemkin, enviado a reprimir los movimientos obreros de Odessa, deciden rebelarse ante las condiciones de sus alimentos y el trato de el comandante Golikov.

Se coloca las gafas de pasta negras. Empieza a caminar por la casa cabizbajo. La luz de una farola se filtra por la ventana de la cocina. Se pone las manos sobre la zona lumbar, que le molesta un poco, y hace un estiramiento hacia atrás. Llega al baño.

El marinero Vakulinchuk es el primero en hacer brotar entre sus compañeros el germen de la revolución, pero es asesinado por los oficiales. Lo sucede entonces Matiushenko, que con ayuda del resto de la tripulación consiguen hacerse con el mando del acorazado.

Enciende la luz del baño y se sitúa delante del espejo. Se quita las gafas. Abre el grifo y se lava la cara. Durante un momento se apoya en el lavabo mientras observa el reflejo que le devuelve el espejo. Coge la espuma de afeitar, agita el bote y se la aplica sobre el rostro. Empieza a afeitarse aplicando especial cuidado a la zona del cuello, en la que la papada ya empieza a colgar. Se enjuaga la boca. Orina. La rutina diaria.

Al llegar a Odessa los marineros del Principe Potemkin muestran el cadáver de Vakulninchuk al pueblo como un mártir de la revolución. Los soldados zaristas llegan a Odessa. La represión no distingue entre hombres, mujeres o niños. Eisenstein dejará para siempre reflejada en nuestra retina la imagen de un niño cayendo por la escalinata de la ciudad con su carro después de que su madre haya sido brutalmente asesinada.

Retrocede sobre sus pasos y se dirige a la cocina. Empieza a clarear. La luz de la farola ya se ha apagado. Abre la nevera, saca una botella de leche, coge un vaso de la despensa y lo llena. Mete el vaso en el microondas. Mientras espera que se caliente la leche se deja caer apático en una silla, con la cabeza caida sobre un hombro y el brazo apoyado sobre la mesita auxiliar.

El acorazado Principe Potemkin se aleja de la costa de Odessa. Los ánimos entre los marineros del Potemkin poco a poco van decayendo. Piensan en la represión que les espera. Finalmente se entregan en el puerto rumano de Constanza.

El microondas pita indicando que la leche ya está caliente. El hombre sale de su ensimismamiento. Se levanta, saca el vaso de leche del microondas y lo deja encima de la mesita. Abre otra despensa. Saca un bote de café soluble y unas magdalenas.

Aunque sea el más conocido, el Principe Potemkin no fue el único acorazado en rebelarse. El Ochakov o el Rostilov son ejemplos de barcos que hicieron lo mismo.

Moja la magdalena en la leche. La levanta y la mira mientras chorrea. Vuelve a dejarla caer de golpe en la leche. Aparta el vaso con una mano. Vuelve al baño. Se pone el albornoz.

12 de marzo de 1917. Moscú se alza en armas contra el zar y su familia. Muchas han sido las especulaciones sobre lo que realmente pasó, sobre donde está enterrada la familia real rusa. Muchas han sido las especulaciones sobre la posible fuga de una miembro de la familia real.

Abre la puerta del patio. El setter corre a saludarlo meneando la cola. El hombre le acaricia la cabeza sin ganas. Coge la regadera. Deja caer el agua sobre las macetas con mimo. Sólo entonces un atisbo de sonrisa se asoma a sus labios. Esto hace que en su frente se dibujen dos enormes arrugas.

Las provincias rusas siguen el ejemplo de la capital. Se establece un gobierno provisional mayoritariamente integrado por la duma. Los bolcheviques van ganando adeptos por todo el país. Sin embargo fueron proscritos y Lenin tuvo que esconderse.

Por un momento siente frío. Con una mano se sujeta el albornoz. Mira hacia el cielo frunciendo el ceño. Parece que será un día nublado. Va a entrar hacia la casa. Recuerda que tiene que ponerle de comer al setter. Se gira. Coge un saco de pruina. Le pone al animal su ración. Vuelve a entrar en la casa.

Entre el seis y el siete de Noviembre los soviets se hacen con el poder. Lenin es designado jefe del gobierno.

El hombre sabe que ese es el primer día de su nueva vida. Aún así se niega a pensar que con 65 años no sirva para dar clases. El profesor de historia acaba de repasar mentalmente la última clase que dio a sus alumnos. ¡Jodida jubilación!

13 de febrero de 2009

El bebito W.

Una de las cosas buenas que tiene mi trabajo es que en ocasiones uno se encuentra con gente agradecida y en otras ocasiones uno tiene la suerte de encontrarse con gente realmente especial. Hoy he tenido la suerte de encontrarme estos dos términos conjuntados en una sola persona.

W. acudió a mi servicio hace ya igual un año, como siempre con su inseparable gorra de piel ladeada. Es un hombre que en la actualidad rozará la sesentena. De piel y cabellos muy oscuros uno podría pensar que quizá fuese descendiente de alguna de las tribus indígenas que en tiempos no tan remotos habitaron las tierras uruguayas.

Hará ya unos meses que quedaron los trámites de su nacionalidad pendientes de respuesta por parte de los estamentos oficiales.
Aparte, la muerte de su "viejita" como la llamaba él también retrasó las cosas dado que tuvo que volver a su país para hacer gestiones y vista la situación aquí, ya me comentó que se lo pensaría antes de volver.

Sin embargo allí estaba él esta mañana con una radiante sonrisa, en la puerta del despacho. -¿Sabés? Sólo venía a enseñaros esto-
Me ha dicho alcanzándome un papel que con presteza he desdoblado.
-Por fin soy gallego-Ha comentado refiriéndose a ser español
-y os tengo que dar las gracias a vos por vuestra ayuda.
Era cierto. El papel era la notificación oficial en la que le indicaban que le habían aceptado la nacionalidad española.

-¿Permitís?- ha preguntado mientras apartaba una de las sillas que hay justo al otro lado de mi mesa- Quería enseñaros algo que creo que te gustará ver.- Con un gesto le he indicado que claro, que podía sentarse, que para algo estaban allí las sillas.

Ha empezado a rebuscar en su cartera y ha sacado una foto en blanco y negro que me ha pasado.
En ella había un hombre alto, con el pelo rizado y gran sonrisa, flanqueado a un lado por un bebé al que sujetaba en brazos y al otro por una mujer menuda, de facciones marcadamente indígenas y larga cola de pelo.
-Esta foto- ha continuado diciéndome- la tenía mi viejita en casa y yo ni la recordaba, me la enseñó muchas veces de pequeño pero hasta que no recogí sus cosas no volví a recuperarla. Supongo que reconocerás al hombre.

Lo he mirado con atención y si bien podía ser que quizá alguna vez lo hubiese visto, podía reconocerlo del mismo modo en que puedo reconocer a alguien anónimo con quien me topo de vez en cuando por las calles de mi ciudad. -No me jodás Eduardo- Me ha inquirido W.- Me decepcionás- Anda, pegále la vuelta a la foto.- No me ha explicado el misterio que se esconde detrás de ella ni la situación en que fue tomada, pero sólo con lo que había allí escrito ha sido suficiente como para dejarme perplejo por una buena temporada. En la parte superior de la foto, en letras muy pulcras, podía leerse una frase. Debajo de esta frase un pequeño poema que ahora mismo no recuerdo. La frase de la parte superior decía: -Al bebito W. de Victor Jara.-


3 de febrero de 2009

Este por mi diente

Entró al callejón jadeando y frenando el paso. Apoyó la mano en un contenedor y se puso a reír como un loco mientras recuperaba el aliento. Todavía le parecía imposible que hubiese sido capaz de volver a hacer algo como aquello. Hacía tanto tiempo que se sentía fuera de todo que ya no recordaba lo que era sentirse de nuevo vivo. Sí, así se había vuelto a sentir.

Parapetándose detrás del contenedor apoyó la espalda en la pared, echó la cabeza hacia atrás todavía resollando y se dejó caer hasta el suelo. Había llegado al pueblo aquella misma tarde. Todo su pequeño mundo iba cargado en la diminuta mochila que llevaba a su espalda. Si no hubiese sido por su aspecto sucio y sus ropas andrajosas hubiese podido pasar perfectamente por uno de tantos turistas de piel blanca, canosos, de ojos azules y plagados de pecas que frecuentan nuestra geografía en verano.

Lucía barba de varios días. Avanzaba a paso lento, posiblemente a causa de sus zapatillas destrozadas que dejaban entrever los dedos sucios y encallecidos de sus pies. Hacía tiempo que pensaba en cambiarlas, pero cuando había reunido suficiente dinero para ello siempre lo vencía la tentación de comprar alguna botella con la que alegrarse la jornada.

Se paró a la puerta de una pequeña frutería donde unos melocotones lustrosos incitaban al pecado de la gula. No le dieron opción ni a tocarlos. En cuanto hizo ademán de acercarse a la fruta el tendero se posicionó en la puerta con pose inquisitiva. Él hizo una mueca forzada y hurgándose en el bolsillo sacó una moneda de Euro con la que contentar al comerciante. Cogió una pieza de fruta y siguió su camino.

La noche había caído y la luna se reflejaba ondulante sobre el mar. Sentado en una pequeña cala resguardada de miradas curiosas el hombre aspiraba los fuertes aromas del salitre mezclados con el dulce olor del melocotón que comía con gran deleite de su paladar. A fin de cuentas el tendero tampoco se había portado tan mal, le había dejado coger la pieza más grande.

Cerca de donde estaba, una pareja se sumía en sus escarceos románticos. Mientras mullía con sus manos la mochila que utilizaría a modo de almohada para pasar aquella noche en la playa, pensaba que él también, tiempo atrás, había sentido la urgencia del deseo amoroso. Le resultaba paradójico. Por aquel entonces los portales oscuros no eran furtivos refugios donde pasar la noche. El muchacho se sentó e increpó al mendigo en varias ocasiones gritándole que dejase de mirarlos y que se largase. El hombre hizo caso omiso de los gritos del chaval y tumbándose en la arena se dispuso a mirar el cielo antes de dormir. Mañana tendría que darse un baño en la playa para quitarse toda la arena de la noche.

No tuvo tiempo de incorporarse. Escuchó el ruido amortiguado por la arena de alguien que avanzaba corriendo hacia él y sintió un fuerte golpe en la cara. El muchacho le había pegado una patada mientras lo llamaba maricón de mierda. Sangraba por la nariz y por la boca. Dentro de ella notó un diente suelto. Se lo había arrancado con el golpe. Escupió al suelo tiñendo la arena de rojo. El diente cayó al suelo mezclado con la sangre. El segundo golpe no llegó a acertarle. Con más agilidad de la que él mismo hubiese esperado se hizo a un lado y le sujetó al muchacho la pierna con sus manos. Sin tan siquiera pensarlo le mordió como un perro rabioso a la altura del muslo. El muchacho profirió un grito en el que se mezclaban la rabia, el dolor y la sorpresa, mientras golpeaba con las dos manos cogidas a modo de maza la espalda del hombre.

Cuando el mendigo soltó la pierna del muchacho éste se llevó las manos instintivamente a la zona dolorida, cosa que el hombre aprovechó para incorporarse y propinarle un buen puñetazo en la boca. –Éste por mi diente- Sin pararse a recoger la mochila el vagabundo hecho a correr ahuyentado por los gritos de la novia del muchacho y temiendo que éste pudiera recuperarse en cualquier momento.

En el paseo marítimo habían empezado a agolparse algunos curiosos. Tras de él notó al muchacho persiguiéndolo. Tuvo que abrirse paso a empujones hasta la carretera. Ya no tenía edad para estas cosas. Su salud tampoco era precisamente una maravilla. Le faltaba el aire por momentos, temía caer redondo en cualquier instante, en cualquier lugar. Sabía que entonces el muchacho lo atraparía y no quería pensar en lo que pudiese hacerle. Además fijo que a esas alturas alguien más se habría sumado a su búsqueda.

Cruzó calles sin pararse a mirar en los semáforos, los coches le pitaban, la gente le gritaba, no conseguía distinguir con claridad su entorno, tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle dentro del pecho.

Siguió corriendo y corriendo hasta que llegó a un callejón que le pareció lo suficiente oscuro como para darle esquinazo a sus perseguidores. Allí podría tomarse un respiro. La cara de sorpresa del chaval al recibir el mordisco le asaltaba una y otra vez haciendo que no pudiese dejar de reír de forma histérica. Cuando ya había dado todo por perdido y pensaba que no le quedaba nada, se había vuelto a sentir vivo. Acababa de descubrir que quizá no estaba todo perdido. Como mínimo le quedaba su instinto de supervivencia.

1 de febrero de 2009

El café de Jerry

El café de Jerry, durante años, había sido de los más frecuentados de aquella zona. Su situación estratégica en una de las estrechas callejas anexas al centro neurálgico de las grandes oficinas y despachos de la ciudad y el hecho de que no fuese un bar corriente hacía que cierto tipo de público lo prefiriese ante esos locales.

Se trataba de un pequeño café apenas iluminado por unas bombillas desnudas que le conferían cierto tono íntimo al local. Como buen irlandés, la especialidad de Jerry era el buen té, del tipo que fuese, acompañado por sus inseparables pastitas. Allí también se podía disfrutar, si uno tenía suficientes redaños y avisaba con tiempo, de uno de esos pantagruélicos almuerzos británicos que contienen desde el zumo y las tostadas hasta los huevos pasados por agua y las judías pasando por las inevitables salchichitas. También se servían el ineludible cortado con su inseparable croissant de repostería industrial, a los que Jerry nunca puso buena cara. A pesar del tiempo que llevaba en este país nunca llegó a comprender ciertas cosas.

La clientela de su local también era completamente diferente a la clientela del resto de bares aledaños. En el de la esquina de enfrente acostumbraban a reunirse los obreros y las personas que querían un buen bocata de lomo con queso; en el local de franquicia que había justo en la puerta de al lado la gente entraba rápidamente a comprar un café para llevar en vasos de papel y consumir mientras seguían apresurados su paso. Podría decirse que al bar de Jerry la gente acudía a disfrutar de la tranquilidad que se respiraba, acentuada por la música instrumental, ya fuese clásica, Jazz, o arpa tradicional irlandesa.

Al local de Jerry la gente podía acudir tranquilamente para tener una larga conversación. Siempre había con quien hablar. A la entrada, justo las dos primeras mesas redondas de mármol gris, solían estar siempre ocupadas por un grupo de maestros universitarios jubilados, que divagaban constantemente sobre sus respectivas materias y siempre agradecían que alguien se sentara con ellos a departir y escucharles; las mesas del centro del local solían ser las que ocupábamos los que salíamos un momento de nuestro trabajo para tomar un tentempié a media mañana; en las mesas del fondo acostumbraban a haber un nutrido grupo de señoras también jubiladas que, especialmente los días de mercadillo, acostumbraban a dejarse llevar por el recién descubierto placer del té y las pastitas. También allí, junto a ellas, era donde a veces podía verse a algún ejecutivo, o quizá algún comercial, tratando temas de interés con la tranquilidad de la que no disponían en otros sitios. A medida que uno iba llevando tiempo acudiendo al café de Jerry, uno de los mayores placeres era el de almorzar en la barra bromeando y comentando las noticias del periódico o el partido de fútbol con el propio Jerry, hombre risueño y, sólo quizá, demasiado irlandés: a partir de las doce del medio día era más que fácil verlo apoyado en la barra, cuando no tenía trabajo, acompañado de un chupito de güisqui, que siempre recargaba de inmediato, mientras conversaba con algún cliente.

Sin embargo uno de los problemas que tenía aquel local era precisamente ese: la clientela. Los ancianos se mueren, las mujeres que van a desayunar cuando van al mercadillo suelen ser caprichosas y les cuesta poco cambiar de local a la mínima que haya una nueva apertura cerca y a los empleados los despiden o simplemente cambian de empleo, pero la cafetería de Jerry no conseguía renovar su clientela.

Así pues, poco a poco fuimos quedando cada vez menos clientes asiduos y en las conversaciones de Jerry cada vez era más frecuente una palabra: Crisis.

Daba pena entrar al local, habiéndolo conocido en sus momentos de mayor esplendor, y encontrarse con casi todas las mesas redondas. Lo mejor, para combatir esa situación de angustia, era sentarse en la barra, junto al barman. Sin embargo cada día que pasaba el semblante de Jerry se tornaba más sombrío. Era frecuente verlo sentado en su taburete, tras el mostrador, con la mirada perdida en el suelo mientras intentaba ofrecer un amago de sonrisa a quien le hablaba. Hacía meses que había puesto el local en traspaso, pero no parecía haber nadie que quisiera hacer la inversión.

Una tarde, después de trabajar, pasé por el café de Jerry a tomarme una copa de vino. No pude dejar de recriminarle que, con lo exquisito que acostumbraba a ser, me ofreciera un vino de brick a lo que de mala manera me respondió que si no me gustaba podía coger la puerta, como todos, y dejarlo con su negocio haciendo aguas por doquier. Entonces, antes de que pudiera replicarle o levantarme para salir por la puerta entró el niño. Aquella fue la primera vez que lo vi.

Era un mocoso menudo, a todas luces sudamericano, quizá peruano o de ecuador. De piel oscurísima y cabello aún más negro. No pasaría el mozalbete de los siete años pero sus ojos ya tenían el brillo especial de quien suplica. Dejó caer la mochila de la escuela al suelo de golpe y se encaramó como pudo a un taburete. Allí se quedó mirando a Jerry, sin decir nada. Tampoco hacía falta. El semblante del irlandés cambió súbitamente. Se tornó dulce como nunca antes lo había visto. Sus mejillas sonrojadas parecieron ganar color con aquel gesto. Se volvió hacia la cafetera, calentó un vaso de leche que puso ante el muchachito y le ofreció un croissant.

El niño bebió la leche con la avidez y la desesperación de quien llevara días sin beber líquido alguno y se guardó el croissant en un bolsillo de su chaqueta. –Se lo daré a mi mamá- dijo a modo de explicación. Jerry salió de detrás de la barra mientras el niño volvía a ponerse la mochila en la espalda, le dio un abrazo y le susurró en inglés –God Blesh you my litle friend (Que dios te bendiga, mi pequeño amigo). Igual de rápido que llegó, el muchachito desapareció por la puerta sin tan siquiera haberse limpiado el cerco blanquecino que le había dejado la leche en los labios.

-¿Sabes Teo? – Me dijo Jerry melancólico- Este niño es mi amigo, te lo digo de veras, viene cada tarde y lo protejo, que nadie le toque un pelo porque entonces tendrá que vérselas conmigo.

Era una fría tarde de invierno. A las seis ya había anochecido, la ventisca soplaba con fuerza y la lluvia castigaba el rostro de los viandantes invitándoles a quedarse en casa. Al salir del trabajo, como ya iba siendo habitual (reconozco que había tomado esta costumbre más que nada para hacerle algo de compañía al irlandés) acudí al café de siempre. Estaba tomándome un té gris cuando se abrió la puerta con brusquedad y aparecieron el pequeño niño y una mujer, no mucho más alta ni mucho más gruesa que él pero sí mayor. La mujer lloraba, tenía evidentes muestras de haber sido golpeada en el rostro y una de las comisuras de su labio sangraba. El niño, con la cara amoratada por los golpes, le infundía ánimos.

-No te preocupes mama, este señor es bueno y nos protegerá.-

En esos momentos a uno el alma se le cae al suelo y la rabia no puede dejar de contenerse. Hice un movimiento reflejo hacia los dos recien llegados pero ambos retrocedieron, por lo que desistí pensando que lo más sensato era llamar a la policía.
Jerry se limitó a preguntarles que qué les había pasado y la mujer, asustada y entre sollozos respondió que se habían caído por la escalera, pero el niño, golpeándola con sus puños en las piernas y con un súbito acceso de llanto le recriminó que le mintiese a un hombre tan bueno y dijo que papá les había golpeado, que se habían ido de casa y que ahora venía siguiéndoles por la calle pero que se habían escondido allí porque el hombre bueno podría ayudarlos.

¿Sabes una cosa Teo?- Empezó a decir Jerry mientras desaparecía debajo de la barra.
-Yo ya estoy jodido por esta puta crisis, y no tengo futuro.- Lo primero que asomó de nuevo fue una de las manos del Irlandés haciendo palanca para volver a levantarse.
-Pero él es un niño, y tiene toda una vida por delante.- continuó como si la cosa no fuese con él mientras amartillaba una escopeta de dos cañones que había sacado de debajo del mostrador.

Dios sabe que quise pararlo, pero con la mano que no le ocupaba la escopeta y con una mirada paralizadora me indicó que lo mejor era que me quedase donde estaba. Subiéndose el cuello de su gruesa camisa de franela y ajustándose las gafas, como quien quiere ver mejor, Jerry se perdió, al salir por la puerta, en la oscuridad de la noche bajo la ventisca y la lluvia. No he vuelto a ver a Jerry, lo poco que he vuelto a saber de él fue a través de las páginas de sucesos de los diarios y las noticias de la televisión.

20 de enero de 2009

Nevada Mediterranea

Aquella mañana había nevado con ganas. Se trataba de algo insólito a nivel de mar, pero había nevado. La nieve había cuajado en las aceras y caminar por las calles se convirtió, para los peatones faltos de costumbre, en poco menos que una aventura. A media tarde el sol había empezado ya a derretirla pero aún así una densa masa gris, mezcla de suciedad y hielo se acumulaba a montones allí donde la sombra daba cobijo a la nieve, que se resistía estóicamente a desaparecer.

El clima mediterraneo no es compatible con la nieve. Al menos no en España. Cuando nieva a orillas del mar suele coger desprevenido a los habitantes de la zona que, con estupor, se dedican a ver nevar primero desde detrás de las ventanas para acto seguido salir, los más avezados, a la calle a contemplar el milagro. Otro de los efectos secundarios de la nieve en estas areas es que la gente que no suele ir a esquiar tampoco suele tener un vestuario adecuado.

Esa era la situación en que se encontraba el muchacho aquella tarde de cielo gris que por su tono parecía pretender acabar con los ánimos de todo el mundo. A pesar de ello,c uando lo llamaron para tomar unas cervezas, no se lo pensó dos veces.

Rescató del fondo de un armario su viejo gorro de lana negro. Ese gorro había recorrido con él media Europa y aunque a aquellas alturas ya estuviese dado, descolorido y con más de un zurcido que le confería cierta deformidad al tirar más de un lado que del otro, no se animaba a desprenderse de él así como así. Lo mismo le pasaba con aquellos mitones de lana que se puso en las manos. A pesar de su deplorable estado no concebía deshacerse de ellos de buenas a primeras. La bufanda roja que le habían regalado hacía ya unos años tampoco es que luciese en muy buen estado, pero pensó que sería lo suficientemente caliente como para no pasar frío.

Sabía perfectamente lo que se iba a poner encima de los tejanos y la camisa de franela. Había estado esperando una ocasión como aquella para poder abrir el armario del abuelo. De allí sacó un viejo abrigo jaspeado que siempre le había gustado. El abuelo, postrado en cama desde hacía meses, no iba a echarlo de menos y seguro que sus padres no le decían nada. Se lo probó y le quedaba niquelado. Largo hasta casi los pies y holgado, pero no ancho.

Con este aspecto salió a la calle nuestro protagonista. Sopló en sus manos para calentarselas con su aliento mientras se dirigía al coche. Cuando llegó a su destartalado Peugeot comprobó con gran desánimo por su parte que el motor no arrancaba. Lo intentó unas cuantas veces pero al final se dio por vencido. De mala gana decidió tomar el autobús mientras pensaba que al día siguiente alguien le pondría las pinzas a su batería, suponiendo que sólo se tratase de eso.

El cielo encapotado hacía difícil la diferenciación entre el atardecer y el anochecer. Apenas había gente por las calles. Un hombre apocado paseaba su enorme San Bernardo, o más bien a la inversa, dado que era el perro el que tiraba de la correa. En la parada del autobús, un grupo de chavales sentados en corro se pasaban un canuto.

Nunca le había gustado el autobús. Un recorrido que con su coche no le llevaba más de diez minutos se demoraba por casi tres cuartos de hora debido al gran rodeo y la inconmensurable cantidad de paradas. Seguía pareciendole un derroche que hubiese tres paradas en una misma calle. Sin embargo en esa ocasión el autocar únicamente tuvo que pararse tres veces a recoger pasajeros por lo que el viaje fue, dentro de lo que cabía, bastante corto.

Descendió del autocar y fue calle arriba hasta el semáforo. Tenía que cruzar toda la ciudad a pie para llegar hasta donde había quedado. El semáforo estaba en rojo. Encendió un pitillo pero enseguida se le apagó. Un coche que pasó demasiado cerca de la acera y a más velocidad de la permitida, le salpicó, de la cabeza a los pies, de una mezcla de hielo, barro y mugre de la ciudad. Con las manos se limpió como pudo la cara. Por fortuna el abrigo tenía un forro interno que evitó que pasara la humedad, pero eso no quitaba de tener que llevarlo a la tintorería.

Tiró el cigarro al suelo y lo pisó cargado de rabia. Se acordó de la familia del conductor y cuando el semáforo se puso verde empezó el ascenso hacia la parte vieja de la ciudad. No habría recorrido ni quinientos metros cuando un guardia urbano le dio el alto.

-!Y ahora qué!- Pensó para sus adentros. El agente de la autoridad le pidió que se identificara. El muchacho sacó del bolsillo interior del abrigo la cartera y le mostró al agente su carné.

-Tendrá que acompañarme- le dijo el agente con sequedad- Las puertas del albergue público cierran a las siete y si no tiene donde pasar la noche no podemos dejarle en la calle.

-Oiga, no- Intentó explicarse el muchacho- Que esto no es lo que parece.

-Sí, claro- contestó conciliador el agente mientras le tiraba del brazo. -Todos decís lo mismo y mañana, cuando aparezca uno de vosotros tieso como un pajarito, seremos nosotros los que tengamos que dar las explicaciones.- Con el segundo tirón del agente se escuchó el inconfundible sonido de la tela al rasgarse. Le había roto una de las costuras del abrigo. Se pusieron a discutir pero el agente de mala gana, temiendo algún tipo de represalia por lo del abrigo, finalmente lo dejó marchar.

Empezaba a nevar de nuevo. Otra vez se producía ese pequeño milagro. Eso, por unos instantes, le hizo olvidar sus desdichas. Se apoyó en una pared bajo la berlina de uno de los teatros de la ciudad y estiró el brazo, con la mano abierta, como para querer coger algún copo de nieve. Se recreó viendola caer para deshacerse, finalmente, al llegar al suelo. Esta vez no cuajaría. Las parejas se abrazaban y se hacían fotos para la posteridad. Los padres de familia aprovechaban para explicarles a sus niños de primera mano qué es la nieve. Por unos instantes le pareció reconciliarse con su entorno. Se apoyó en una pared, bajo la berlina de uno de los teatros de la ciudad y estiró el brazo, con la mano abierta, como para querer coger algún copo.

En esos momentos empezó a salir gente del teatro. Señores con amplios bigotes acompañaban a sus esposas, demasiado maquilladas para su gusto y con perfumes demasiado profundos. También había señoras mayores que iban acompañadas de señoras mayores. Un par de ellas, gruesas, bajigas, con grandes bolsos, peinadas con unas permanentes demasiado marcadas, se giraron a su altura un instante. Sin darle tiempo a réplica, una de ellas acabó de "arreglarle" la noche. Se le acercó depositando tres monedas de euro en su mano y mientras se la cerraba le dijo con la más hipócrita de las sonrisas:

-Tenga, para que pueda cenar caliente.

10 de enero de 2009

Rondando por los caminos

Buscando un lugar en el que de nuevo asentarse durante unos días, rondando por los caminos cubiertos de polvo, resultaba casi inevitable que el afilador se encontrase vagando con un viejo conocido. Se sentaron ambos a la sombra de una tapia, intercambiaron vino, queso, manzanas y también anécdotas. Entre ellos se respetan. Ambos saben que pertenecen a una raza especial, aquella de los que tienen que ir pregonando por las plazas y los caminos, ambos saben que al llegar a los pueblos los padres esconderán a las hijas para que no se les acerquen, pero parece importarles poco.

Se levantan pausadamente, sin prisa, se limpian el polvo de sus ropas y con una sonrisa, sin palabras, se despiden para volver cada uno a su camino.

9 de enero de 2009

El afilador

Y así fue como el afilador, satisfecho con su trabajo, miró a su alrededor y comprendió que había llegado el momento de dejar aquel lugar para buscarse la vida en otro distinto.

Una vez más hizo sonar el chiflo y tomó su bici paseando invisible entre las mujeres cargadas con la compra y los ejecutivos con corbata y maletín que iban presurosos de un lado al otro. Se detuvo un momento y le dio un par de monedas a un acordeonista que deleitaba a los viandantes con el playback en acordeón de algunas canciones muy conocidas.

Al salir de la villa siguió el viejo sendero que lo había de llevar hacia la montaña, se adentró entre la niebla y se perdió entre ella igual de rápido que por allí había aparecido.

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