6 de abril de 2009

Nene

-Nene ¿ya te has lavado la cara?- Las prisas lo mataban, pero más lo mataba que a pesar de tener cerca de ocho años y un hermano de tres todavía siguiese siendo el nene. Así, ¿cómo iba a conseguir que el renacuajo lo respetase?


-Sí mamá- Mintió descaradamente desde su cuarto. Se desperezó una vez más estirando sus pequeños brazos hacia el techo y se dispuso a calzarse. Algún día... algún día esos brazos pequeños alcanzarían el techo, y ese día su madre ya no lo llamaría nene. Su hermano lo admiraría y no tendría necesidad de madrugar innecesariamente. No tendría que ir a trabajar, porque tenía claro que de mayor quería ser futbolista. Se pasaría el día jugando a fútbol y además sería rico, y si un día estaba cansado y no quería ir a jugar a fútbol nadie podría decirle nada, porque para algo estaban los jugadores reserva.

Un montón de ropa sucia se mezclaba con los juguetes. La cabeza de un explorador ataviado con su correspondiente salacot asomaba por entre una camisa roja y unos calcetines oscuros. Mamá se enfadaría cuando fuese a hacer la cama y viera que él no había llevado su ropa sucia a lavar. Jo, su madre tenía que entender que no sólo los adultos tienen obligaciones.

Él había tenido una tarde muy ajetreada el día anterior. Les costó mucho a los valientes británicos conseguir vencer a los guerreros zulú que se escondían por todas partes en la selva.

Se acabó de calzar sus deportivas blancas. No le gustaban las zapatillas blancas. En cuanto se metía a chapotear en los charcos, después de la lluvia, ya estaban hechas un asco, y de nuevo mamá le reñía por ello. Le encantaba chapotear en los charcos después de la lluvia, especialmente si pasaba alguna niña por al lado, para salpicarla, y reírse de ella. Eran extrañas las niñas, no entendía cómo podía ser que no les gustara jugar al fútbol. Además eran idiotas. Enseguida se echaban a llorar y a gritar cuando les dabas un puñetazo o un empujón. No servían para pelear como Pau, el niño más fuerte del patio después de él. Nunca había visto a Pau llorar, ni cuando se hacían sangre peleando. Una vez incluso lo golpeó con tanta fuerza que a Pau se le giró la cabeza con tan mala suerte que se dio con la esquina de una ventana abierta en la ceja y tuvieron que ponerle varios puntos. Ni siquiera entonces Pau había llorado, pero desde aquel momento todavía eran más enemigos que antes. Lo había decidido, nunca sería amigo suyo. Pau era como el malo de los tebeos, ese que siempre es vencido, pero que después acaba volviendo con un nuevo plan para apoderarse, en el caso de Pau, del patio.

Al salir de su cuarto llegó hasta él el dulce olor del chocolate recién hecho y la coca de bizcocho de la abuela. Iba a disfrutar hoy con el desayuno. La abuela sí que sabía hacer las cosas. Cuando él se levantaba para ir al colegio ya llevaba la abuela mucho rato en la cocina. ¿Cómo podía ser que se despertase tan pronto? Él sabía que cuando se iba a dormir ella todavía estaba despierta. Algunas veces incluso había pensado que quizá era que la abuela no durmiera. ¿Es que no necesitaba dormir? ¿Podía ser que los mayores no tuvieran que dormir? Papá y mamá también estaban despiertos cuando él se acostaba, pero sabía que por la mañana se levantaban de la cama casi igual que él y desayunaban juntos. Otra cosa que odiaba. Las colas para ir al lavabo por la mañana cuando cada uno empezaba a salir de su habitación.

–Date prisa niño, que no llego al trabajo- gritaba papá desde el otro lado de la puerta mientras él se lavaba los dientes antes de ir a la escuela.

Ver a papá afeitarse le producía un miedo hipnótico, sobretodo cuando pasaba la cuchilla por el cuello. Se quedaba embelesado mirando desde el quicio de la puerta mientras su padre se aplicaba la crema de afeitar y lo admiraba por lo valiente que era pasándose una cuchilla afilada por la cara. Una vez, hacía algunos meses de eso, aprovechó que papá y mamá habían salido a cenar y lo habían dejado en casa con su hermano y con la abuela para entrar al baño y coger una maquinilla de las de papá. Le pasó el pulgar por encima de la cuchilla y empezó a sangrar profusamente. Instintivamente se lamió el dedo después de emitir algo parecido a un issshh y para que no lo descubrieran decidió seguir el mismo remedio que había visto aplicarse a papá después de cada afeitado. Cogió el bote de líquido azul y lo abrió con la otra mano. Olía a colonia. Dejó caer unas gotas de ese frío líquido sobre su dedo y fue tal el escozor que no pudo evitar que el bote cayera al suelo haciéndose añicos. Enseguida se presentó en el lavabo la abuela que lo castigó, después de curarle el dedo, sin postres en la cena y mandándolo a la habitación sin tele. Al día siguiente papá le explicó que todos los hombres, cuando se hacen grandes, tienen que afeitarse, y le explicó cómo hacerlo. Sin embargo él sabía que eso era mentira. No todos los hombres tienen que afeitarse. Nunca había visto que el abuelo se afeitara y no tenía pelo en la cara como papá. Desde aquel día decidió que cuando fuese mayor sería como el abuelo y no tendría pelo en la cara.

Echaba de menos al yayo. Se había ido al cielo poco antes de las navidades pasadas. Mamá se había puesto muy triste y se pasó días llorando. Entonces él también había llorado, pero sólo un poco. Sabía que el abuelo ya no lo llevaría al parque, y que tampoco le daría más pastillas de toffe de esas que se le quedaban enganchadas entre los dientes. Le daban igual las pastillas de toffe del abuelo, prefería los bizcochos de la abuela, pero ahora ya no iba tanto al parque. Papá y mamá no tenían tanto tiempo para acompañarlo como el yayo, y la yaya se pasaba el día arriba y abajo en la casa sin salir apenas desde que su marido se había ido al cielo.

Salió del baño tropezando con el renacuajo, que iba corriendo por el pasillo y se había agachado para intentar pasarle por debajo de las piernas. Siempre le había caído mal ese enano. Desde que había nacido ya nada había vuelto a ser como antes. Los mayores ya no le prestaban tanta atención como cuando era él solo, pero lo peor de todo era que ya no tenía tantos regalos de los reyes magos como cuando antes, y estaba seguro de que el renacuajo tenía algo que ver con eso.

Se colgó la mochila de la escuela sobre el hombro cubierto con una fina chaqueta marrón de punto, le dio un beso a mamá y otro a la abuela, que le cogió del brazo con fuerza y le riñó por no haberse peinado. De este modo lo llevó a rastras hasta el baño, de donde salía papá oliendo a aquel líquido que le traía tan malos recuerdos. Papá y la abuela se miraron muy serios. Los adultos eran muy complicados. No entendía porqué papá y la abuela siempre estaban tan serios entre ellos, con lo enrollados que eran los dos.

Eso era algo que también odiaba, que la abuela lo peinara. Le hacía daño pasándole el peine una y otra vez hacia delante, dejándole un flequillo recto que no le favorecía para nada. Además, cuando la abuela acababa de peinarlo siempre le ponía un pañuelo en la nariz y le apretaba haciendo que se sonara: –No querrás salir a la calle con los mocos colgando. -Le repetía casi a diario.

Sólo una vez que la abuela lo había peinado podía salir a la calle para ir a la escuela. En cuanto pisaba la acera y estaba seguro de que ya no lo veían por la ventana se pasaba las manos por la cabeza para despeinarse. Tampoco le gustaba ese peinado que le hacía la abuela.

Se detuvo un momento a mirar el escaparate de la tienda de cómics que había unas casas más arriba de la suya. Había salido un nuevo número de el hombre atómico. Tendría que portarse bien hasta el domingo para convencer a mamá o a la abuela de que se lo compraran. También se detuvo en el escaparate de la pastelería que había junto a la tienda de cómics. Se aproximaba la pascua y ya empezaban a exponer las figuras de chocolate que adornarían las monas. No entendía porqué la abuela decía que eran huevos de pascua si no tenían forma de huevo. El año anterior le habían puesto sobre la mona una casa de chocolate con ventanas de confite y este año deseaba que le pusieran una pelota con el escudo de su equipo que acababa de ver en la pastelería. Se lo diría al padrino cuando fuera a verlo el domingo a la hora de comer.

Llegó hasta la esquina. Allí no había nadie. Miró hacia un lado de la calle, miró hacia el otro, miró su reloj de pulsera. Pensó en que había perdido todas las posibilidades que tenía de redención hasta el domingo. Entre dientes masculló un fastidio.

–Mierda, he perdido el autobús.

3 comentarios:

Internautilus dijo...

Me ha parecido un magnífico relato, muy visual, muy tierno, muy.."verídico". O sea, literatura en estado puro. Enhorabuena.

Unknown dijo...

Nos entretenemos imaginando mientras se escapa... como el cuento de la lechera , haciendo cábalas para terminar todo en eso ..en sueños rotos. A esa tierna edad aún quedan muchos días para recomponerlo todo...
Tierno, delicado y muy descriptivo...gran relato de Pascua...Felicidades Caminante, lo pasé muy bien leyéndote...

fonsilleda dijo...

Algo debió de sucederme el otro día porque no lo comenté, me acabo de dar cuenta.
La verdad, aparte de lo estupendamente escrito que está, es una historia que se habrá repetido a lo ancho y largo del mundo ¿cuántas veces?. Aunque es cierto que no por común es menos tierno.
Felicidades Afilador, tú si que sabes.

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