15 de mayo de 2014



Hace 15 segundos
Que se murió el poeta
Y hace quince siglos
Que notamos su ausencia
“La tonada inasible” Silvio Rodriguez
 A Leopoldo María Panero.
Leopoldo mira el mar.
La espuma rompe contra el arrecife. El poeta, sentado en el mirador de una cafetería, debajo de un toldo rojo deslucido por el sol, la observa mientras exhala volutas de humo. En una mano, sobre la que reposa su cabeza, un cigarro cuya ceniza cae, descuidada, al suelo; con la otra mano remueve un vaso helado de Coca Cola, haciendo tintinear los cubitos contra el vidrio. El hielo se deshace allí donde las yemas de sus dedos aprietan el vaso. Frente a él, en la mesa, el viento pasa las hojas de un libro: “Las flores del mal” de Charles Baudelaire.
El fragor de las olas parece ir parejo al ruido de su mente. A veces le gustaría poder parar esa máquina de pensar que se acelera y lo lleva de su infancia a un poema, quizá suyo, quizá ya escrito, quizá que nunca, ya, escriba: -“Belleza y fango”- escucha dentro de su cabeza -“belleza y fango, compañero, eso lo modela todo.”- Hace rodar el vaso helado sobre su sien. La sabe una idea peregrina, pero quizá con suficiente frío consiga helar su mente, callarla, dilatar el tiempo, alargarlo.
Cierra los ojos y, con la mano que sujeta el cigarro, se da un golpe en la sien, como quien golpea algún tipo de mecanismo que falla para ver si así funciona. Al volver a abrirlos comprueba que el cigarro se ha consumido. Desde que le comunicaron que apenas le quedaba un mes  decidió que gastaría los días que le quedaban entre volutas de humo y tragos helados de cafeína. Ni él mismo tiene muy claro si en un intento de acelerar el proceso o como burla grotesca hacia su propia vida que se escabulle por momentos.
-“Maldito”- le susurra ahora su mente mientras una gran sonrisa surca su rostro. –“Eres un poeta maldito.”- Siempre le ha agradado ese epígrafe e incluso ha hecho todo lo posible por alimentarlo. ¿Qué pensaría su familia, tan ilustre, tan perfecta, si lo hubieran visto vendiendo sus libros por el paseo? Se ríe a sonoras carcajadas pensando en ellos. Las olas, en blanco y negro, vienen y van ante sus ojos. Blanco y negro, claro, al final todo se reduce a las tonalidades del desencanto.(1)
1) “El desencanto” Chavarri, Jaime. Documental sobre la familia Panero.
Coca cola fría. Quien le hubiera dicho a él de joven, cuando los días y las noches se diluían en todo tipo de substancias, que acabaría encontrando uno de los mayores placeres en beber una simple coca cola, siempre en vaso helado, bien fría. Al pasar por su garganta, el refresco enfría la sangre que le sube a la cabeza produciéndole una fugaz migraña. Eso lo estimula, le recuerda que aún está vivo.
Suelta el vaso y vuelve a cerrar los ojos disfrutando del viento que acaricia sus arrugas. Le da una profunda calada al cigarrillo y golpea la mesa con un dedo haciéndola sonar acompasadamente. Por un instante consigue centrarse y le entra el miedo. Claro que tiene miedo, cualquier persona que sepa sus días contados lo tendría.
Se puede observar el movimiento de su nuez de Adán mientras, con el rostro alzado hacia el sol, traga saliva. Por un instante quiere que su cabeza vuelva a ser ruidosa, abandonarse al estruendo de su mente para poder huir de la certeza de la muerte. De nuevo unas palabras suyas, que sigue sin saber si ha escrito o todavía no ha esculpido en la roca que es la hoja de papel, le atruenan en la cabeza: -“Estoy aquí condenado a la vida eterna, a la vejez sin llanto”- No le hace sentir especialmente bien el hecho de pensar en esa vida más allá de la muerte; la vida de su obra cuando él no esté. Desde luego, no le gusta la idea de tener que morir. Piensa en la muerte, o quizá en el nacimiento, puede que todo sea un gran uno y se cierre en círculo que lo oprime.
De nuevo su mente pasa de una cosa a otra en apenas segundos: Qué gran suerte haber cambiado la humedad y el frío del norte por la bondad del clima canario y de sus gentes. Considera que fue una de las decisiones más acertadas de su vida. Parecen lejanos y confusos sus días en Madrid y Euskadi, quien sabe, quizá no sean más que otra de tantas manipulaciones de su cerebro y en realidad nunca haya estado más allá de la isla. Aquella casa, su padre fascista por la gracia de dios, su madre omnipresente y sus hermanos, tan locos o más que él mismo, su juventud en las cárceles, el paso por diversos sanatorios. ¿Podría tratarse realmente de un engaño de su mente?
El viento lleva la ceniza del cigarro hasta su pecho descubierto, plagado de frondoso pelo oscuro. Abre los ojos, se limpia la ceniza distraído y se abrocha el botón del medio de la camisa. De vuelta a la realidad su mirada vuelve a perderse entre las olas que se rompen en el arrecife mientras piensa una vez más, cansado, en la perennidad de las cosas. Se siente cansado y encuentra cierto alivio en el paisaje, observando esas olas grises que rompen contra las rocas. Leopoldo mira el mar.
Tarragona, 9 de marzo de 2014
A Rosa Mari y a Alfonso.

2 de septiembre de 2013

El pirata chupetón es el azote de los niños que todavía no han dejado el chupete. Por la noche, cuando los bebés duermen, llega chupeton en su harley de juguete a pedales y con gran maestría lanza su cadena de plástico, construida con las cadenas de todos los chupetes que ha robado, hasta lo alto de las cunas para trepar por ellas y llegar hasta donde el tierno niño descansa. Entonces, con un movimiento seco y rápido, le quita el chupete de la boca y se lo lleva.

Viste unos enormes pañales sujetados con imperdibles y unas diminutas chanclas de playa moradas. Tiene un ojo vago, por eso lo llevaba tapado, y en sus brazos luce unos tatuajes de quita y pon en forma de chupetes. En la cabeza, por sombrero, una desfasada chichonera que le protege de los golpes.

Cuando sus compañeros de guardería dormían la siesta eran las víctimas perfectas a las que robarles el chupete. A Quim y a Pau, los gemelos catalanes, les había robado los primeros chupetes, de color azul y granate. Disfrutó viéndolos llorar cuando se despertaron y se encontraron con que sus chupetes habían desaparecido.

A Rosa, la niña que detestaba el color rosa, le robó aquella misma tarde el tercero de los chupetes de su botín. Lo que el pirata chupetón no esperaba es que cuando Rosa despertó en vez de llorar casi pareció alegrarse de haber perdido aquel chupete que iba a juego con sus zapatos, sus calcetines, sus pantalones, su camiseta y aquel lazo que tanto aborrecía.

Pero pronto se acabaron los chupetes de la guardería y por eso chupetón tuvo que empezar, por las noches, a robar los chupetes de todos esos niños que, teniendo edad de dejarlo, todavía no quieren hacerlo.

No tenía ni idea de cómo hacerlo hasta que una noche un monstruo malcarado despertó a chupetón en su cama. Lejos de asustarse, el niño cogió al monstruo del cuello con un brazo y con la otra mano empezó a darle capones para que le contase cómo había llegado hasta su habitación. Al pobre monstruo, que lloraba aterrorizado ante aquel niño con un parche, no le quedó otro remedio que explicarle al pequeño chupetón cómo funcionaba la autopista de los armarios oscuros, la que permite que monstruos y otros seres se trasladen por la noche de un lugar a otro siempre que haya niños temerosos. Y para desplazarse por esa autopista ¿Qué mejor que la Harley-triciclo que le regalaron para reyes?

Hay veces, torpeza de niño pequeño, que chupetón no consigue llevarse su botín. Si no es lo suficientemente rápido el chupete se le suele caer en la cuna y en cuanto el bebé empieza a llorar chupetón tiene que descolgarse de la cuna y salir corriendo en su moto de juguete antes de que lleguen los papás de turno para calmar al niño. Esos son los niños que más le gustan a chupetón, los que se le resisten.

Y entre todos ellos destaca un niño, en Aranda de Duero, con un chupete mágico. Un chupete de estrellas que con la oscuridad de la noche se ilumina. Le encanta a chupetón, pero este niño quiere tanto a su chupete que, en cuanto nota que se separa un poco de sus labios enseguida se despierta llorando, pidiendo que se lo vuelvan a poner.

Chupetón lleva días intentando conseguir el chupete de Oroel. Cuando todo el mundo duerme entra por la autopista de los armarios hasta su habitación, aparca su moto en la puerta, para que no se cierre y empieza con su rutina para conseguir un chupete.

Pero cuando está junto a Oroel, por mucho que tira y tira, no consigue que él suelte el chupete que brilla en la oscuridad. Chupetón lo ha probado todo: Ponerle polvos pica-pica para que estornude, cambiarle el chupete por una piruleta, hasta hacerle cosquillas, pero nada ha hecho que suelte su chupete.

Esta noche, el pirata chupetón, enfadado, lo ha intentado a la fuerza, tirando con sus dos brazitos del chupete que brilla por la noche, pero contra más fuerza hacía él para sacar el chupete, con más fuerza chupaba Oroel, así que el pirata se ha puesto de pie junto a la cabeza de Oroel y en un nuevo esfuerzo, finalmente, ha conseguido arrancarle el chupete. Con tan mala suerte que se ha ido hacia atrás y se ha caído al suelo.

La chichonera ha parado el golpe del pirata chupetón, pero no ha podido evitar ponerse a llorar: Se ha rascado en un brazo. Oroel se ha despertado y se ha acercado gateando hasta el borde de la cuna, desde donde ha visto a chupetón llorando. Entonces él también se ha puesto a llorar y sus papas han ido a ver qué pasaba. La mamá de Oroel ha encontrado el chupete en el suelo y se lo ha llevado para lavarlo mientras su papá jugaba en brazos con él.

Oroel, desde lo alto, ha visto al pirata chupetón debajo de la cuna, escondido, llorando. Oroel le intentaba hacer gestos a su papa para que mirara al suelo, pero como todavía no habla mucho tampoco ha sabido hacerlo. Además, la pedorreta que le han hecho en la barriguita era tan divertida...

Cuando la mamá de Oroel ha vuelto con el chupete, se lo han puesto en la boca, lo han puesto en la cuna y han apagado las luces. ¿Cómo es que los papas de Oroel no han visto al pirata chupetón? Porque sólo los niños que aún llevan chupete pueden verlo.

El pirata chupetón ha continuado llorando y Oroel, que no puede dormir, se ha acercado con cuidado al borde de la cuna, allí donde Chupetón había enganchado su cadena. Con mucho miedo y con mucho Cuidado Oroel ha pasado primero una pierna y luego la otra por encima de la cuna para bajar, sin hacer ruido, hasta donde está chupetón, que sigue llorando sin parar.

Oroel se ha dado cuenta, que viéndolo de cerca, Chupetón es un niño más pequeño que él. ¿Qué puede hacer para que se calle? Parece que no le hace caso y si sigue así no va a poder dormir en toda la noche. Le intenta cantar en el idioma de los bebés, le da un besito en la rascadura y de pronto se le ocurre una idea: Oroel ya es mayor, así que se saca el chupete que brilla en la noche y se lo pone en la boca al pirata Chupetón.

Pero el pirata chupetón, desconfiado por naturaleza, se intenta aparta de Oroel lo más rápido que puede. Oroel, que no entiende nada, estira el bracito hacia el pirata Chupetón, que alcanza su moto, tirada en el suelo, y se sube raudo sobre ella para que el niño de la cuna no se arrepienta de haberle dado ese chupete que tanto había deseado. Arranca el pirata la moto y pronto comprende que no tiene espacio suficiente para coger la autopista de los armarios de noche a la velocidad necesaria, por lo que tiene que optar por hacer un gran círculo con su Harley de Juguete antes de meterse en el armario.

Oroel contempla sin saber muy bien que pasa cómo del tubo de escape de la Harley de juguete en vez de salir humo salen nubes rosas de caramelo. Cuando el pirata chupetón gira justo delante del niño se le abre una de las alforjas de la Harley, de donde salen cupachups, piruletas y chupetes de caramelo de mil colores y sabores.

Cuando se hace de día y los papas de Oroel van a ver cómo está, se encuentran al niño en la cuna, con un montón de chucherías a sus pies. El niño se despierta y cuando va a quitarse el chupete de la boca descubre sorprendido que lo único que queda es el soporte de un chupete de caramelo que se ha fundido en su boca durante la noche. ¡Ha dormido sin chupete, cuando se deshizo no lo necesitó para seguir soñando con las autopistas de los armarios ni con piratas tristes que no tienen mamás ni papás y que necesitan seguir robando chupetes porque sólo así podrán conseguir algo del cariño que los niños depositan en estos objetos! –Qué felicidad- Se dice el bebé a sí mismo en el lenguaje de los bebés, ese que sólo los niños que aún no hablan del todo compenden. –He dormido ya sin chupete. ¿Será que me estoy haciendo mayor?


Tarragona, 20 de agosto de 2013

13 de abril de 2013

El señor Esteve observaba con ojos inquietos los libros púlcramente apilados en los estantes. Tenía sus manos extendidas sobre ellas sin llegar a tocarlos. Un ligero temblor de sus dedos, el constante ir y venir de los ojos, propio del niño que tiene ante sí un montón de regalos de reyes y no sabe por cual empezar, y la punta de la lengua humedeciendo una y otra vez sus labios podían dar una idea acerca del estado nervioso y de ilusión en que se encontraba. Sus manos, de encallecidos dedos morenos y uñas renegridas del trabajo en la tierra, se desplazaban de un lado al otro del estante frente al que estaba, sin decidirse por ningún libro. Cuando me vio primero bajó la vista rápida, como si nuestras miradas no se hubieran cruzado. Después, al ver que yo seguía observandolo, me lanzó una sonrisa mostrando una boca desdentada con una enorme y rosada lengua. Con un dedo me hizo gesto de que me aproximara. -Vine, bailet1, que em faràs un favor- me susurró con una mezcla de respeto místico y complicidad mientras sus manos pasaban de estar encima de los libres a mostrarme el rincón, justo junto a él, que esperaba que ocupase.

Cuando pienso en las flores de mi infancia no siento el olor a rosas. Y sin embargo, al pensar en las tardes de mi niñez jugando en el callejón en que acababa mi calle lo que recuerdo es que un enorme rosal cubría de espinas la tapia que limitaba el mundo infantil de aquellos críos que traíamos a los vecinos de cabeza con nuestras escandaleras cuando jugabamos a indios o vaqueros o simplemente al escondite. No sé, cercanos los cuarenta hay veces que intento pensar en mi niñez, o en mi infancia, y veo que los recuerdos se diluyen como una pintura acuarela con el agua, convirtiendo las formas en un simple borrón. Sin embargo sí que hay un recuerdo que tengo claro a base de haberlo vivido una y otra vez tarde tras tarde en las ociosas jornadas de vacaciones estivales. Al empezar a caer el fresco aparecía doblando la esquina el señor Esteve, un personaje quizá anacrónico, en vías de extinción, vestido con su roñosa gorra de visera, su mugrienta camisa blanca y sus raídos pantalones de un color que no sabría definir, entre gris y azul. Calzaba espardeñas y siempre lo veías venir ligeramente inclinado hacia delante, con una mano en la espalda, justo detrás de la negra faja. Con la otra mano tiraba de su burro manso que traía tras de si un carro cargado de extraños aperos, de sacos y de verduras. Un carro extraño, un carro de madera, con ruedas de madera, tirado por un animal grande, de pelo recio y enormes ojos oscuros.

Poco antes de llegar al lado derecho del callejón se encontraba la más desvencijada de las casas de aquella parte de la calle. Una casa todavía de piedra, con una enorme portalada de madera roja que daba al establo en que pasaba las noches el rucio.

Nunca, siendo un niño, recuerdo haber cruzado una palabra con el señor Esteve más allá de pedirle permiso para poder acariciar al burro, que venía con una especie de parches en los ojos para que sólo pudiera mirar hacia delante.

Desconozco qué se hizo del animal. Desconozco también el momento en que el señor Esteve dejó definitivamente sus tareas del campo para jubilarse, aunque sospecho que esto tuvo que ver con que sus hijas se casaran y él enviudara, teniendo que quedar al cargo de todo.

Debía yo de cursar quinto o sexto de E.G.B., donde me quedé plantado por mi deficiente salud, cuando desde el colegio organizaron una excursión a las ruinas romanas de la ciudad. Llegó el autobús de críos al Campo de Marte, desembarcamos en tropel y de nuevo me falla la memoria cuando no sé si es que el señor Esteve había venido con nosotros en el autocar o es que estaba por allí. Lo que sospecho es que fuese como fuese, contaba con la complicidad de los maestros del pueblo para poder adherirse a nuestra visita. Lo recuerdo aquel día con su gorra, con su camisa igual de mugrosa que si hubiera ido a trabajar y con sus pantalones raídos, avanzando con las dos manos en la espalda mientras mantenia en la boca una colilla de picadura apagada. No perdía ojo de lo que se veía y se decía acerca de los romanos. Es más, recuerdo que farfullaba para sus adentros cosas a las que no le presté, en aquel momento, la menor atención.

Empecé a ir al instituto y la necesidad de adquirir algun libro, o simplemente el placer de hacerlo, otra cosa que también se me ha olvidado, me condujo a la librería la misma tarde en que el señor Esteve contemplaba extasiado los libros que había ante él. Cuando llegué a su lado se quedó callado en primera instancia, se llevó una mano al pecho empezó a parpadear con gran intensidad y a humedecerse los labios a un ritmo vertiginoso con la punta de la lengua. Me tomó de un brazo, se agachó hasta quedar a mi altura y me susurró un secreto: El señor Esteve no sabía leer ni escribir. A pesar de todo me pidió que le ayudara a escoger un libro que fuese bueno sobre los romanos esos que habían habido por estas tierras hace tanto tiempo. Lo lamento pero una vez más os dejaré con la incógnita porque mi memoria tampoco me sabe decir cual fue el título que finalmente elegimos.

Volvimos a casa en autobús y aquel sí que fue el verdadero inicio de una extraña amistad. En aquel viaje me explicó que hacía que le leyesen los libros y en ocasiones se iba al archivo territorial para que le contasen cosas. En aquel viaje descubrí lo extraordinaria y certera que era la memoria de aquel hombre con todo lo que se relacionaba con los romanos. -Los romanos-empezó a mascullar con un dedo en alto, emocionado, como el crío que se enfrenta a soltar la lección de carrerilla en día de examen- llegaron a Tarragona el 218 A.C.-

Mis viajes al instituto en autobús eran diarios y casi a diario empecé a coincidir con el señor Esteve a una u otra hora en el autobús. Pronto aprendí a identificar el gesto de poner el dedo en alto y dejar la mirada perdida como símbolo del esfuerzo que tenía que hacer aquel buen hombre para seleccionar la información que atesoraba en su mente y soltarla de carrerilla.

Cuando, tras diversos problemas físicos quedé en cama sin poder levantarme el señor Esteve fue de los que pronto notaron mi ausencia y supongo que eso fue lo que le inculcó el valor de superar una barrera que no había superado hasta ahora, que era la de mi hogar paterno. Recuerdo que venía de tarde en tarde, con una bolsa de tomates o unas lechugas, se quitaba la gorra ante mi madre y le preguntaba si estaba el bailet y si podía pasar a verlo. Se traía él sus libros sucios de barro o a veces simplemente me pedía educadamente que le leyese algún pasaje de los libros de historia del instituto o la escuela.

Por fortuna debo ser mala hierba y una septicemia no pudo conmigo, así que aún tardando largo tiempo acabé más o menos recuperandome y pudiendo volver a la rutina de las clases en el instituto y las conversaciones en autobús sobre los romanos en el autobús. Una vez intenté sonsacarle acerca de la guerra civil. Me miró con la boca abierta en mitad de una frase, miró por una ventanilla y allí se quedó un buen rato hasta que volvió en sí mismo y de nuevo empezó a hablarme de los romanos, como si yo no hubiera preguntado nada. No volví a intentarlo.

Llegó el final de mis estudios de F.P. Y cuando le dije al señor Esteve que iba a Tunez volvió a sorprenderme. Sus conocimientos iban más allá de los romanos en Tarragona o en la propia ciudad de Roma. -Hi ha-me dijo emocionado- un amfiteatre molt gran que l'anomenen del Djem allà al desert2 i si vas a Cartago, que tambè està a Tunicia, m'has de portar una postal d'allà on era Anibal-

Desconocía hasta que él lo nombró la existencia del anfiteatro del Djem, pero estuve allí y estuve en Cartago. Le llevé una postal y no me atreví a defraudarlo diciendole que las ruinas que se visitan de la ciudad (al menos en aquel momento) eran poco menos que las del foro de Tarragona.
No puedo ponerle final a esta historia, una vez más la memoria no me lo permite. Después de mi viaje a Tunez la salud del señor Esteve empezó a deteriorarse y desconozco donde acabó sus días. Todos conocemos el final de esta historia, solo me queda pensar que, allí donde esté, la energía del señor Esteve fluya junto a la de aquellos romanos imperiales a los que tanto amaba.

9 de septiembre de 2012

La verdad es que he entrado al bar porque no había otro cercano. La canícula y un cuarto de hora libre antes de visitar al médico invitaban a tomar algo fresco. Era un antro pequeño, con una mesa redonda y dos sillas de plástico en la puerta. El interior parecía retrotraer al visitante a unas cuantas décadas anteriores, cuando las paredes y los muebles en combinación de amarillo y un enfermizo ver
doso amarillento parecían ser el estándar junto con acolchados bancos color burdeos en las paredes. Dentro del local no había nadie a excepción de la camarera y el crío. Ella debía de rondar los sesenta y el chaval no creo que llegara a los ocho años.

En la radio, una emisora de radio-formula, sonaba I will Always loves you en la gloriosa versión de Withney Houston. El chaval se agarraba a un paquete de mentos con las dos manos como si le fuera la vida en ello. Con los ojos cerrados y una falta de pudor propia únicamente de los niños o de aquellos que carecen de lucidez, simplemente vivía la canción. No tenía ni idea de inglés, berreaba a voz en alto una mezcla inventada que todos, no nos engañemos, hemos usado alguna vez para emular lo que otros cantan en inglés. La diferencia era esa, que el chaval lo hacía en un sitio público y realmente lo vivía, era como si se supiera de memoria la canción, marcaba las pausas, sonreía y entre estrofa y estrofa giraba sobre sí mismo, a un ritmo meticuloso, mientras hacía reverencias a su ficticio público. Sólo entonces soltaba con una mano el paquete de caramelos para llevársela al pecho mientras se inclinaba agradeciendo a aquellos que, aún no existiendo, lo aclamaban, pidiéndole otra canción. No se ha hecho esperar, después de una pausa marcada por el fin de la canción, durante la que ha jugado a tirar los caramelos al aire y atraparlos con las manos, le ha tocado el turno a otra gran diva, Celine Dion, que nos recordaba que Leonardo Di Caprio amará en el celuloide para siempre a Kate Winslett. El chaval ha iniciado una vertiginosa ronda de vueltas sobre sí mismo, con una mano estirada mientras con la otra aferraba con más fuerza, si cabía, los caramelos. Cuando ha parado, al menos en su interior, se había convertido en Celine Dion y realmente vivía el romance del Titanic en su inglés inventado, con aquella emoción contagiosa que producía cierta envidia, por poder mostrar sus emociones interiores de aquella forma tan desenfadada, a la vez que preocupación por el futuro del muchacho. ¿Realmente hay cabida para alguien así en nuestra sociedad? ¿Qué palos tendrá que recibir el muchacho de la vida si sigue mostrando abiertamente esas tendencias?

La mujer, la abuela supongo, lo miraba con una mezcla de lástima y mucho cariño mientras repasaba con un trapo las copas. Las almendras y la caña sin alcohol no han dado para mucho más. Además, mirando el reloj, me he cerciorado de que era casi la hora de la visita médica. He pagado, los papeles se me han caído al suelo y la anciana ha tenido que ayudarme a recogerlos, y he salido por la puerta con esa sensación de que, dentro de todo, el crío es afortunado al poder disfrutar de eso todavía, sin tener que preocuparse, al menos en esos instantes, de crisis económicas ni políticas, de paros o hipotecas. Quien sabe luego lo que le esperaba en casa. Ahí ha quedado ese germen de artista en ciernes, disfrutando del más barato y potente de los juguetes: la imaginación de un niño.

4 de septiembre de 2012

Despertó al alba, con la leve brisa que se colaba a través de la cortina. Alzo el cuello y se congratuló, con una sonrisa, de que ella siguiera allí tumbada después de aquella gran noche. Los aromas del incienso y de la lujuria le dieron tenuemente los buenos días. Alzó la sabana, con cuidado, y observó su dorso desnudo, desde la nuca hasta casi los pies, un territorio que había aprendido, la noche anterior, a recorrer con sus labios antes de que ella se durmiera.

Las puntas de sus dedos, en una caricia evanescente, empezaron a famtasear con recorrer de nuevo el cuerpo dormido. Empezaron con apenas un roce por el cuello, siempre con cuidado de que ella no despertara. Cuando llegó a la altura del cuello ella emitió un leve quejido y hizo ademán, aún dormida, de querer apartarlo como si fuera una mosca. Él retiró la mano con premura y observó, divertido, hasta que le pareció que podía emprender de nuevo aquel recorrido que tenía en mente. Se sintió como un niño travieso, consciente de que lo que está haciendo está mal, pero irremediablemente atraído por el morbo de lo prohibido. Cuando llegó hasta el coxis dudó un instante. Decidió continuar con la caricia entre sus nalgas. Ella respondió abriendo levemente las piernas y emitiendo un quedo gemido. Empezaba lo que parecía que iba a ser un buen día.

Amigos que leen este blog