4 de septiembre de 2012

Despertó al alba, con la leve brisa que se colaba a través de la cortina. Alzo el cuello y se congratuló, con una sonrisa, de que ella siguiera allí tumbada después de aquella gran noche. Los aromas del incienso y de la lujuria le dieron tenuemente los buenos días. Alzó la sabana, con cuidado, y observó su dorso desnudo, desde la nuca hasta casi los pies, un territorio que había aprendido, la noche anterior, a recorrer con sus labios antes de que ella se durmiera.

Las puntas de sus dedos, en una caricia evanescente, empezaron a famtasear con recorrer de nuevo el cuerpo dormido. Empezaron con apenas un roce por el cuello, siempre con cuidado de que ella no despertara. Cuando llegó a la altura del cuello ella emitió un leve quejido y hizo ademán, aún dormida, de querer apartarlo como si fuera una mosca. Él retiró la mano con premura y observó, divertido, hasta que le pareció que podía emprender de nuevo aquel recorrido que tenía en mente. Se sintió como un niño travieso, consciente de que lo que está haciendo está mal, pero irremediablemente atraído por el morbo de lo prohibido. Cuando llegó hasta el coxis dudó un instante. Decidió continuar con la caricia entre sus nalgas. Ella respondió abriendo levemente las piernas y emitiendo un quedo gemido. Empezaba lo que parecía que iba a ser un buen día.

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