13 de abril de 2013

El señor Esteve observaba con ojos inquietos los libros púlcramente apilados en los estantes. Tenía sus manos extendidas sobre ellas sin llegar a tocarlos. Un ligero temblor de sus dedos, el constante ir y venir de los ojos, propio del niño que tiene ante sí un montón de regalos de reyes y no sabe por cual empezar, y la punta de la lengua humedeciendo una y otra vez sus labios podían dar una idea acerca del estado nervioso y de ilusión en que se encontraba. Sus manos, de encallecidos dedos morenos y uñas renegridas del trabajo en la tierra, se desplazaban de un lado al otro del estante frente al que estaba, sin decidirse por ningún libro. Cuando me vio primero bajó la vista rápida, como si nuestras miradas no se hubieran cruzado. Después, al ver que yo seguía observandolo, me lanzó una sonrisa mostrando una boca desdentada con una enorme y rosada lengua. Con un dedo me hizo gesto de que me aproximara. -Vine, bailet1, que em faràs un favor- me susurró con una mezcla de respeto místico y complicidad mientras sus manos pasaban de estar encima de los libres a mostrarme el rincón, justo junto a él, que esperaba que ocupase.

Cuando pienso en las flores de mi infancia no siento el olor a rosas. Y sin embargo, al pensar en las tardes de mi niñez jugando en el callejón en que acababa mi calle lo que recuerdo es que un enorme rosal cubría de espinas la tapia que limitaba el mundo infantil de aquellos críos que traíamos a los vecinos de cabeza con nuestras escandaleras cuando jugabamos a indios o vaqueros o simplemente al escondite. No sé, cercanos los cuarenta hay veces que intento pensar en mi niñez, o en mi infancia, y veo que los recuerdos se diluyen como una pintura acuarela con el agua, convirtiendo las formas en un simple borrón. Sin embargo sí que hay un recuerdo que tengo claro a base de haberlo vivido una y otra vez tarde tras tarde en las ociosas jornadas de vacaciones estivales. Al empezar a caer el fresco aparecía doblando la esquina el señor Esteve, un personaje quizá anacrónico, en vías de extinción, vestido con su roñosa gorra de visera, su mugrienta camisa blanca y sus raídos pantalones de un color que no sabría definir, entre gris y azul. Calzaba espardeñas y siempre lo veías venir ligeramente inclinado hacia delante, con una mano en la espalda, justo detrás de la negra faja. Con la otra mano tiraba de su burro manso que traía tras de si un carro cargado de extraños aperos, de sacos y de verduras. Un carro extraño, un carro de madera, con ruedas de madera, tirado por un animal grande, de pelo recio y enormes ojos oscuros.

Poco antes de llegar al lado derecho del callejón se encontraba la más desvencijada de las casas de aquella parte de la calle. Una casa todavía de piedra, con una enorme portalada de madera roja que daba al establo en que pasaba las noches el rucio.

Nunca, siendo un niño, recuerdo haber cruzado una palabra con el señor Esteve más allá de pedirle permiso para poder acariciar al burro, que venía con una especie de parches en los ojos para que sólo pudiera mirar hacia delante.

Desconozco qué se hizo del animal. Desconozco también el momento en que el señor Esteve dejó definitivamente sus tareas del campo para jubilarse, aunque sospecho que esto tuvo que ver con que sus hijas se casaran y él enviudara, teniendo que quedar al cargo de todo.

Debía yo de cursar quinto o sexto de E.G.B., donde me quedé plantado por mi deficiente salud, cuando desde el colegio organizaron una excursión a las ruinas romanas de la ciudad. Llegó el autobús de críos al Campo de Marte, desembarcamos en tropel y de nuevo me falla la memoria cuando no sé si es que el señor Esteve había venido con nosotros en el autocar o es que estaba por allí. Lo que sospecho es que fuese como fuese, contaba con la complicidad de los maestros del pueblo para poder adherirse a nuestra visita. Lo recuerdo aquel día con su gorra, con su camisa igual de mugrosa que si hubiera ido a trabajar y con sus pantalones raídos, avanzando con las dos manos en la espalda mientras mantenia en la boca una colilla de picadura apagada. No perdía ojo de lo que se veía y se decía acerca de los romanos. Es más, recuerdo que farfullaba para sus adentros cosas a las que no le presté, en aquel momento, la menor atención.

Empecé a ir al instituto y la necesidad de adquirir algun libro, o simplemente el placer de hacerlo, otra cosa que también se me ha olvidado, me condujo a la librería la misma tarde en que el señor Esteve contemplaba extasiado los libros que había ante él. Cuando llegué a su lado se quedó callado en primera instancia, se llevó una mano al pecho empezó a parpadear con gran intensidad y a humedecerse los labios a un ritmo vertiginoso con la punta de la lengua. Me tomó de un brazo, se agachó hasta quedar a mi altura y me susurró un secreto: El señor Esteve no sabía leer ni escribir. A pesar de todo me pidió que le ayudara a escoger un libro que fuese bueno sobre los romanos esos que habían habido por estas tierras hace tanto tiempo. Lo lamento pero una vez más os dejaré con la incógnita porque mi memoria tampoco me sabe decir cual fue el título que finalmente elegimos.

Volvimos a casa en autobús y aquel sí que fue el verdadero inicio de una extraña amistad. En aquel viaje me explicó que hacía que le leyesen los libros y en ocasiones se iba al archivo territorial para que le contasen cosas. En aquel viaje descubrí lo extraordinaria y certera que era la memoria de aquel hombre con todo lo que se relacionaba con los romanos. -Los romanos-empezó a mascullar con un dedo en alto, emocionado, como el crío que se enfrenta a soltar la lección de carrerilla en día de examen- llegaron a Tarragona el 218 A.C.-

Mis viajes al instituto en autobús eran diarios y casi a diario empecé a coincidir con el señor Esteve a una u otra hora en el autobús. Pronto aprendí a identificar el gesto de poner el dedo en alto y dejar la mirada perdida como símbolo del esfuerzo que tenía que hacer aquel buen hombre para seleccionar la información que atesoraba en su mente y soltarla de carrerilla.

Cuando, tras diversos problemas físicos quedé en cama sin poder levantarme el señor Esteve fue de los que pronto notaron mi ausencia y supongo que eso fue lo que le inculcó el valor de superar una barrera que no había superado hasta ahora, que era la de mi hogar paterno. Recuerdo que venía de tarde en tarde, con una bolsa de tomates o unas lechugas, se quitaba la gorra ante mi madre y le preguntaba si estaba el bailet y si podía pasar a verlo. Se traía él sus libros sucios de barro o a veces simplemente me pedía educadamente que le leyese algún pasaje de los libros de historia del instituto o la escuela.

Por fortuna debo ser mala hierba y una septicemia no pudo conmigo, así que aún tardando largo tiempo acabé más o menos recuperandome y pudiendo volver a la rutina de las clases en el instituto y las conversaciones en autobús sobre los romanos en el autobús. Una vez intenté sonsacarle acerca de la guerra civil. Me miró con la boca abierta en mitad de una frase, miró por una ventanilla y allí se quedó un buen rato hasta que volvió en sí mismo y de nuevo empezó a hablarme de los romanos, como si yo no hubiera preguntado nada. No volví a intentarlo.

Llegó el final de mis estudios de F.P. Y cuando le dije al señor Esteve que iba a Tunez volvió a sorprenderme. Sus conocimientos iban más allá de los romanos en Tarragona o en la propia ciudad de Roma. -Hi ha-me dijo emocionado- un amfiteatre molt gran que l'anomenen del Djem allà al desert2 i si vas a Cartago, que tambè està a Tunicia, m'has de portar una postal d'allà on era Anibal-

Desconocía hasta que él lo nombró la existencia del anfiteatro del Djem, pero estuve allí y estuve en Cartago. Le llevé una postal y no me atreví a defraudarlo diciendole que las ruinas que se visitan de la ciudad (al menos en aquel momento) eran poco menos que las del foro de Tarragona.
No puedo ponerle final a esta historia, una vez más la memoria no me lo permite. Después de mi viaje a Tunez la salud del señor Esteve empezó a deteriorarse y desconozco donde acabó sus días. Todos conocemos el final de esta historia, solo me queda pensar que, allí donde esté, la energía del señor Esteve fluya junto a la de aquellos romanos imperiales a los que tanto amaba.

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