1 de abril de 2009

1 de abril

Sin saber muy bien ni como, había llegado el afilador a las más altas sendas de la montaña pirenaica, allí donde España se pierde en tierras francesas o viceversa. El viento levantaba gran cantidad de polvo en el camino. Se detuvo en un recodo, cerca de una fonda, a tomar un trozo de pan con queso, pero lo que vio hizo que se le pasara el apetito.

A escasos metros, doblando la última curva, avanzaban poco a poco un grupo de hombres y mujeres cargados con todo lo que tenían a cuestas camino de nuevas vidas allá en el extranjero. La imagen más impactante, sin lugar a dudas, la de aquella anciana cargada con un fardo en el brazo izquierdo mientras que con el derecho sujetaba a su hija, con una pierna amputada, y que avanzaba a pasos cortos con una única muleta de madera, haciendose servir de la madre como punto de apoyo.

No era el afilador hombre dado al sentimentalismo y mucho menos a la política, pero tuvo que reconocer que se le hizo un nudo en el estómago viendo a aquellos hombres y mujeres, de rostros cansados y rabiosos, andar por el camino, sin levantar la vista, cargados con sus maletas y su orgullo. Así avanzaban los republicanos, con los dientes prietos de rabia e impotencia y con la incerteza de un futuro cargado de peligros para ellos y para los que dejaban atrás.

Recogió el afilador sus alimentos sin haberlos tocado y se quedó mirando a aquel nutrido grupo que parecían querer recordarles a los que desde la fonda los observaban las miserias del conflicto que había asolado al país.

Entró, una vez hubieron pasado, a la fonda a lavarse las manos y a recargar su bota de vino. En el transistor una voz cargada de énfasis nacionalista anunciaba el final de la guerra.

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