8 de julio de 2009

El viaje de Simon

En mitad del campo helado, dejando tras de sí un profundo surco, se veía avanzar a un hombre tirando de su carro a través de la nieve como si de una mula se tratara. El animal que solía hacer esas tareas enfermó unos días antes. Se le infectó una astilla en la pezuña y lo tenía descansando.

En un principio pensó en dejar de ofrecer sus servicios durante el tiempo en que el animal tardara en recuperarse. Eso también le hubiese venido bien para dejar que pasara el temporal. Sin embargo, las cuatro pesetas y media que le habían ofrecido por hacer aquel pequeño trecho le hicieron cambiar, muy a su pesar, de idea. Ese dinero le iba a permitir pagar sus deudas en la cantina del pueblo y aún le sobraría para poder pasar una temporada calentándose con el aguardiente por las mañanas, antes de cargarse las herramientas al hombro camino del establo.

Por muy llena que estuviese la tasca siempre bebía solo. Ese parecía ser su sino y lo tenía ya aceptado. Los hombres lo saludaban, pero siempre desde cierta distancia, alguna vez incluso lo habían invitado a un chato de vino, pero nunca se sentaba nadie en su mesa.

Eran poco más de las nueve de la mañana cuando se preparó para iniciar su recorrido. Entró al establo, acarició el hocico de la dócil mula y le puso heno para comer. Se quedó mirando el carro vacío y suspiró. Suspiró como suspiraba cada vez que tenía que hacer algo como lo de aquel día. Si ya le gustaba poco su trabajo en situaciones como aquella aún se le hacía más difícil llevarlo a cabo. Ya empezaba a ser mayor para según qué cosas, pero nadie parecía interesado en tomarle el relevo.

Cuando le dijeron la noche anterior que si podía hacer un viaje la mañana de Navidad él se negó en rotundo. El animal estaba enfermo y no tenía medios de cargar nada en su carro.

El sacerdote le dijo que entendía sus motivos y que tendría que tendría que acudir en una noche intempestiva como aquella a algún pueblo cercano para que alguien llevase al pequeño Simón hasta el cementerio.

Aquello lo cambió todo. Si había alguien en el pueblo tanto o más solitario que él, ese había sido el pequeño Simón. Hacía unos siete u ocho años que había aparecido una mañana en una canastilla a la puerta de la iglesia. Esas cosas siempre daban qué hablar en un pueblo pequeño como aquel, aunque nadie nunca se atrevió a levantar una voz acusadora acerca de la maternidad o la paternidad del muchacho. Cosas como esa, simplemente pasaban y punto.

El enterrador se quedó callado durante unos instantes, mirando al sacerdote. A fin de cuentas ¿Qué puede pesar un niño de unos siete años? Pensó que él mismo podría llevarlo con la ayuda de otra persona sobre sus hombros, pero enseguida desecho la idea. Era impensable que en un pueblo como aquel alguien se preocupara de un expósito como Simón. Tampoco era tanto lo que separaba el pueblo del Camposanto y si, con un poco de suerte, no nevaba durante la noche en menos de media hora calculaba que, parándose a tomar aire de tanto en tanto, podría llegar a su meta.

No se trataba del dinero que le había ofrecido el cura. Se trataba del muchacho y de su dignidad. Nadie merecía que lo tratasen como la gente del pueblo había tratado a Simón simplemente por no saber quienes eran sus padres. Los niños se reían de él y lo perseguían a pedradas. Las mujeres se apartaban de su camino y lo ahuyentaban para que no se acercase a sus criaturas. Los hombres escupían a su paso y siempre lo miraban con desdén desde lo alto. Quizá que una pulmonía se lo llevase a edad tan temprana era lo mejor que le podía haber sucedido. De lo que se trataba, en definitiva, era de la dignidad del muchacho. Como bien le había dicho el sacerdote, también el niño tenía derecho a descansar en el Camposanto y no en una fosa común como aquella que había a las afueras del pueblo y de la que nadie había vuelto a hablar, a pesar de que todos sabían de su existencia, desde después de la fatídica guerra.

A la mañana siguiente el hombre no pudo por menos que jurar y perjurar un par de veces cuando al levantarse vio que durante la noche había caído una gran nevada. Sin embargo estaba decidido a que eso no mermase sus planes. La noche anterior le había dado la mano al cura y un trato es un trato y más según con qué gentes.

Pensó en cómo podría hacerlo para cargar con el pequeño féretro y en primera instancia se le ocurrió rodearlo con una cuerda y tirar de los cabos, pero enseguida desdeñó esa idea, dado que el ataúd no hubiese llegado ni a la salida del pueblo.

Entonces se le ocurrió vaciar el pequeño carro del que tiraba la mula y una vez sin nada probar a levantarlo. Iba a ser un viaje duro, pero no se le ocurrió ninguna otra solución.

Fue a la hora determinada hasta la iglesia, donde el sacerdote estaba acabando de celebrar una misa presidida por el ataúd a la que apenas había acudido media docena de personas. Él no estaba interesado en la misa, nunca lo había estado, simplemente era algo relacionado con su trabajo. Se quitó la boina de forma respetuosa, apretándola contra su pecho y esperó pacientemente a que acabara la liturgia para entrar a la iglesia y con la ayuda del sacerdote acomodar al pequeño Simón para su último viaje en el carro.

Las mujeres, a su paso, se persignaban y rezaban dando en realidad gracias por que fuese aquel muchacho y no el suyo el que estaba en el carro. Los hombres se conformaban con mirar sin decir nada, con los labios prietos y la boina sobre el pecho. Así, poco a poco, empezó su lúgubre marcha dejando tras de sí el pueblo, la etapa más fácil del trayecto.

Las manos, envueltas en unos guantes de lana de los que ya apenas quedaban unos resquicios, empezaban a sangrar. El pecho le ardía del esfuerzo de tirar del carro. Las piernas se le hundían en la nieve hasta casi las rodillas dificultándole cada vez más el camino, también tenía que liberar de tanto en tanto las ruedas de la nieve pero no podía pensar en pararse. El primer motivo era que si lo hacía antes de llegar arriba de la ladera posiblemente acabase congelado, haciéndole compañía al niño donde quiera que vayan los muertos. El segundo era que no quería fallarle. No había tenido a nadie que le diera su cariño en mañanas de navidad como aquella: los curas lo habían cuidado como buenamente habían podido, pero tampoco aquello había sido demasiado. Al menos que ese fuese, quizá, el único regalo que Simón recibiese nunca: un viaje en carro hasta el cementerio.

Si alguien aquella mañana hubiese podido mirar aquel campo helado, quizá se hubiera sorprendido al ver a un hombre, tirando de un carro como si fuese una mula, dejando tras de sí un profundo surco.

Tarragona, 3 de julio de 2009

3 comentarios:

Unknown dijo...

Impresionante texto, me quedé hipnotizada en cada surco de cada parrafo...me gustaría pensar que no hay Simones, ni gente capaz de escupir a un niño, ni de ignorarlos o aprovecharse de ellos... me gustaría pensar que todavía aún el ser más solicitado y famoso es capaz de sangrar por el otro...capaz de...

fonsilleda dijo...

Terrible historia. Y sí, los expósitos llevaban la carga de los pecados, graves o no, que otros cometieran por ellos.
Así eran las cosas.
Me has impresionado.
Bicos.

Internautilus dijo...

Caminante, joé, que me has helado el corazón en este caluroso julio! El texto es bueno, muy bueno, pero tristíiiiisimo...así que espero que la congoja que me ha producido leerlo no la hayas tenido tú al escribirlo...

Un abrazo.

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