6 de junio de 2010

El obrero

Un viejo relato autobiográfico que he reencontrado entre mis papeles.

¿Porqué no decirlo? La situación para mí tuvo algo de entrañable y sería capaz de decir que incluso me emocionó.

Había llegado a la gran ciudad por negocios y estaba realmente cansado (siempre me cansa ir a Barcelona). Además tampoco había podido quitarme de encima esa sensación de agobio que reina en el ambiente desde que pones el pie en el suelo de la estación y comienzas a ver a la gente a toda velocidad pasando a tu lado. Allí uno pierde su identidad como ser humano y pasa a ser un rostro difuso reflejado apenas unos segundos en una mirada furtiva que después se desvía en otra dirección para no intimidar.

Una vez en el hall de la estación hay un gran contraste entre la luminosidad de la gran sala de espera repleta de bares, bazares y todo tipo de comercios de lo más inverosímil, y la luz mortecina de los fluorescentes de los subterráneos. Allí sí que se puede observar, si uno tiene tiempo, historias más humanas. Como en todas las estaciones, supongo. Novias despidiendo a sus novios cargados con enormes petates militares y el traje de marinerito. Hombres de color llegados del otro lado del estrecho con las lágrimas a flor de piel dejando a la mujer y al hijo pequeño atrás de nuevo, para ganarse el pan de la familia vete a saber donde, madres que dan consejos insistentes a los hijos que por primera vez emprenden un viaje solos y que no se molestan el hecho de disimular que no les hacen ni caso, turistas completamente desorientados que todavía piensan “España y olé”...

Allí, de todas formas, la gente sigue caminando igual de rápido que en los subterráneos donde para el tren, pero no fue en ninguno de estos lugares donde encontré, furtivamente, al personaje que justifica estas líneas.

En la misma estación de Sants, y después de atravesar larguísimos pasillos malolientes y repletos de suciedad por los que la gente sigue caminando igual de rápido y los únicos negocios que se pueden encontrar son los de los vendedores ambulantes ilegales, algún trilero ocasional o músicos de esos suramericanos que hacen sonar su flauta de pan al ritmo de los sintetizadores, uno por fin llega a la estación del metro.

Si anteriormente decía que en las estaciones de Barcelona la gente va deprisa, en el metro esta situación se multiplica como mínimo por dos. Todos suben y bajan a los vagones a toda velocidad. No importa si recibes un empujón, simplemente se trata de subir o bajar antes de que en pocos segundos suene el pitido que marca la partida del metro. Sin embargo, y sin que sirva de precedente, la situación que encontré en aquel vagón me resultó, como ya he comentado al principio, extrañamente conmovedora.

Lo primero fue el hecho de que una mujer de unos cuarenta años me ofreció su asiento. Si, querido lector, en estos días es difícil que a una persona que camina con bastón alguien le ofrezca su lugar en un transporte público. Una vez sentado en mi incómoda silla de plástico pude empezar a observar la escena.

Por un momento me sentí como si me encontrara ante un cuadro colgado en un museo pero del que yo mismo era protagonista. Por una parte, a mi lado, había dos ancianas, una de las cuales le recriminaba a la otra que no se hubiera tomado las pastillas del azucar. Enfrente de mí, dos jóvenes con cabello cortado por el mismo modelo, con el mismo cabello rubio, las mismas pecas, la misma camisa blanca, la misma corbata y la misma bíblia, comentaban algo en voz baja mientras uno me miró un momento de reojo. Si siquiera llegaron a pensar en la posibilidad de poder convertirme, creo que iban muy errados. Junto a ellos una mulata intentaba calmar a un bebé que tenía entre brazos. Hasta aquí nada que se salga de lo normal en un metro en una hora que afortunadamente no era punta.

Sin embargo, al llegar a una estación indeterminada subió un individuo de edad media ya tirando a madura que iba vestido con un mono de trabajo manchado de grasa y lleno de zurcidos por todos lados. El individuo, con una parsimonia pasmosa en un transporte como el metro, se situó justo delante de mí. Pasó un brazo alrededor de la baranda vertical de sujeción para los pasajeros que van a pie y para mi asombro se sacó del bolsillo trasero del mono un libro. El libro estaba perfectamente forrado con papel de periódico donde claramente se podían leer los titulares de unos días atrás. Así protegía aquel hombre el tomo que tenía entre manos del destaste y de sus sucias manos grasientas. Lo más sorprendente es que como si no hubiera nadie a su alrededor, como si los envites de la gente al subir y bajar en las siguientes estaciones no lo afectaran, simplemente se puso a leer.

No sé, uno está acostumbrado a ver gente normal de a pie leyendo el diario o libros en el metro. Pero se me hizo especialmente extraño observar a un individuo que quien sabe si volvía a casa después de la jornada laboral o simplemente se desplazaba de un punto a otro de la ciudad para continuar con su trabajo, la cosa es que todavía vestia el andrajoso mono mientras leía un libro en el metro.

Otra pregunta me asaltó a la mente ¿Qué sería lo que estaba leyendo? Mi mente maligna enseguida tuvo una idea retorcida: “Éste es de aquellos últimos utópicos que todavía leen a Bakunin o a Marx empapándose de la ideología anarcocomunista mientras espera que llegue el día en que el proletariado le pueda “dar candela” a los burgueses capitalistas como su jefazo”

Quien sabe, las posibilidades eran prácticamente infinitas. Incluso podía ser que el forro del libro simplemente fuera una excusa para esconder una novela romántica de Corin Tellado o una novela del oeste del señor Marcial Lafuente.

Poco después me tocó bajar a mí del metro. La gente pasaba junto a aquel hombre de anchas espaldas, incluso le daban ligeros empujones, pero él seguía con la mirada en el libro aguantando con su brazo anclado en la barra vertical como un escollo que aguanta la resaca marina en solitario.

No me pude quitar la imagen de la cabeza, como ya he dicho anteriormente me enterneció y a la vez me pareció extraña. No pude quitarme tampoco la sensación de que quizá podía ser una de las últimas oportunidades de ver algo parecido.

Y yo me alejé por el túnel, mientras aquel individuo anónimo seguía allí, con el brazo sujeto a aquella barra y la mirada clavada en su libro.

1 comentario:

fonsilleda dijo...

EStupendo texto y magnífico el personaje que, sin duda, creo yo, leía poesía.
¿Sería el colmo?, no, posiblemente una esperanza para la humanidad.
Bicos.

P.D. Así me gusta

Amigos que leen este blog