29 de octubre de 2010

El cortejo

A modo de prólogo sólo decir que quizá el cambio que emprendo mañana me esté sentando bien antes de hora. Hacía más de un año que no me veía capaz de escribir un relato corto, todo eran pequeñas notas en el otro blog o revisiones de cosas antiguas. Esta mañana, pasando por la puerta de un colegio, se me ha ocurrido una idea, pero enseguida la he desechado porque sabía que hay cientos de parecidas. Sin embargo, la simiente que se ha plantado en mi cerebro se negaba a salir de allí y no paraba de darle vueltas. De lo que se trataba, precisamente, era de eso, de intentar darle una vuelta de rosca a la historia de siempre acerca del enamoramiento de un anciano. Volviendo a casa me ha venido la iluminación y la verdad es que ni siquiera he podido comer. Por miedo a que se me escurriese entre los dedos y cayera en saco roto, me he plantado delante del ordenador. Ha sido fabuloso descubrir que de nuevo, teniendo un esquema, las letras fluyen por sí mismas, que la magia sigue aún ahí dentro, al menos la he sentido así. El resultado, juzgad vosotros mismos. No me parece de lo mejor que he escrito, pero para hacer tanto tiempo que no escribía he salido sobradamente satisfecho. Disfrutadlo y hasta pronto.

El cortejo


El abuelo caminaba de un lado hacia el otro, con las manos en la espalda, mientras esperaba a que su nieto saliera de la escuela. Otra vez tarde, para variar. Seguro que lo habían vuelto a castigar. 
Se inclinó ligeramente hacia delante, sin atreverse a dar el paso que le llevara dentro del patio de la escuela, girando el cuello hacia un lado mientras entrecerraba los ojos, haciendo una extraña mueca con la cara, para que no le entrara el humo del cigarro que llevaba sujeto entre los labios. El abuelo sopesaba la posibilidad de llevar al crío al parque. Si tardaba mucho más tendrían que ir directo a casa. No quería llegar tarde a la comida y que María le saliese de nuevo con su cantinela: -Sabes de sobra que llego tarde al trabajo. No sé quien es peor, si el abuelo o el nieto.- Detestaba cuando su hija se ponía en ese plan. ¿Cuando les habían enseñado a los hijos a tratar así a sus padres?
Se volvió, tirando la colilla al suelo. Iba a empezar a caminar otra vez de un lado para el otro cuando su corazón le dio un vuelco. Allí estaba aquella señora que desde unos días atrás venía pasando por la puerta del colegio, más o menos a la misma hora, y que por algún motivo le provocaba una desazón que hacía mucho que no sentía. 
Era una señora más bien bajita, vestida de riguroso negro. Con una de las manos sujetaba los extremos de un pañuelo que le cubrían la cabeza. No se hubiera atrevido a decir una edad aproximada. El poco pelo que se le veía debajo del pañuelo era gris como la ceniza de sus cigarros  pero la piel de sus manos aparentaba estar tersa como la de una mujer que no pasara la cuarentena. El abuelo no sabría decir si era cierto o simplemente se trataba de imaginaciones suyas, pero creía que desde la primera vez que se cruzaron ella lo había mirado directamente. 
Ya aquel primer día al hombre le habían volado pajaritos en el estómago. Hacía mucho que una mujer no lo miraba como creía que lo había hecho aquella. Además, no se conocían de nada. En sus tiempos mozos hubiera sido impensable que una mujer mirase de aquel modo a un desconocido. El padre, los hermanos, o el marido se hubieran hecho cargo de la situación. Y a lo mejor también del desconocido. 
Siempre eran apenas unos segundos. La mujer caminaba bastante ligera, siempre con su pañuelo sujeto, con su espalda ligeramente encorvada, sin decir nada, mirando al abuelo   un instante (o quizá no) y siguiendo su camino para desaparecer entre la gente a los pocos metros. 
El anciano se sentía cada día más desconcertado. Se daba cuenta de que en cuanto se levantaba por la mañana lo que más ansiaba era que llegase la hora de recoger a su nieto para cruzarse fugazmente con la extraña. Hacía años que no le pasaba algo así. Aquella situación, más propia de adolescentes que de gente de su edad, le provocaba un cierto rubor. Hacía mucho que su corazón no daba los vuelcos que le daba cuando veía a aquella mujer. Había además otro síntoma de su supuesto enamoramiento. No podía estar seguro, como no podía estarlo de nada con aquella mujer, pero el abuelo creía que en los breves instantes que se encontraba con ella se sentía aliviado de todos sus males. Lo único que sabía con certeza era que al verla el corazón se le aceleraba. Sin duda alguna otro síntoma del hechizo rejuvenecedor del amor. 
Ya empezaba a hacer frío, los días se acortaban y las hojas de los árboles planeaban por las aceras llevadas por el viento. Aquella mañana el abuelo se levantó con todo el cuerpo dolorido, empapado en sudor, con la cara congestionada por la fiebre. Su hija, tras emitir un fastidio por tener que encargarse ella misma del niño aquel día (seguro que hoy llego tarde al trabajo) le dijo al hombre que no se levantara de la cama. Al volver se pasaría por el ambulatorio a avisar al médico, y por el supermercado, para comprarle un brick de caldo de pollo. Ella no tenía tiempo de hacerle uno de aquellos caldos que preparaba su madre. 
El hombre se negaba a quedarse en casa. No podía perderse la oportunidad de volver a ver a aquella mujer. Era su secreto, pero era algo que con los días había llegado a necesitar tanto como el cariño de su propio nieto. Sin embargo era verdad que se sentía flojo, sin fuerzas. Si fuese joven, pensó para sí mismo, una simple gripe no lo dejaría en casa. Finalmente se postró en la cama haciendo caso del dicho popular: La mejor forma de pasar una gripe es sudarla bajo las mantas. 
Se despertó cerca del medio día, se sentía mucho mejor. Se puso el batín y fue hacia la cocina buscando a su hija, pero no estaba en casa. Ya debía de haberse ido a trabajar. -Mejor- Reflexionó- Así no me pondrá trabas. Ya no era la hora habitual, pero quien sabía si la mujer no pasaba por allí también en otros momentos del día. Podía ir a la puerta de la escuela y hacer guardia. 
Se vistió, tomó un tazón de caldo precalentado en el microondas (bendita tecnología), cogió del colgador una gorra de plato de las que únicamente usaba en los días invernales, una bufanda y su querida zamarra de piel de cordero y abrió la puerta de la calle.
¿Cómo era posible? Allí mismo en el rellano, a pocos pasos de él, estaba plantada la extraña. Por primera vez pudo verle el rostro al completo. Tenía un algo que de forma instantánea le recordó a su madre, pero enseguida desechó ese pensamiento. -Deja esas cosas para los griegos- se dijo. El nuevo pensamiento que alcanzó su cerebro fue que a quien realmente se parecía era a su difunta esposa, aunque quizá, mirándola bien, a quien más se parecía era a María. Era posible que eso explicara todo, quizá eso explicara por qué se había sentido automáticamente atraído por aquella mujer, pero lo que no explicaba era qué hacía allí. 
La anciana dejó caer el negro pañuelo al suelo descubriendo una larga melena que asentó sobre sus hombros con un ligero gesto de la cabeza. El anciano la miraba perplejo. Parecía que iba a ser ella quien llevase la voz cantante en el cortejo. Él había decidido que se dejaría llevar. Ya tendría tiempo para preguntarle cómo había sabido donde vivía. Seguro que tenían algún conocido en común. 
La mujer se acercó poco a poco al anciano. Le acarició una de las mejillas con la palma de la mano. Era un tacto gélido. No pensaba el hombre que pudiera hacer tanto frío en la calle. Ella inclinó la cabeza hacia arriba y, atrayendo el rostro del anciano, que tuvo que inclinarse ligeramente, le aposentó un glacial beso en los labios.
El hombre sintió ese beso con la intensidad de todos los besos recibidos con verdadero amor a lo largo de su vida, desde aquel primer beso de su madre cuando acababa de nacer hasta aquel último de su esposa antes de fallecer. Sólo entonces, unos segundos antes de perder la consciencia, el hombre comprendió porqué aquella mujer le había recordado a las más importantes de su vida: Sin saberlo, el anciano se había enamorado de su propia muerte.
Tarragona, 29 de octubre de 2010

2 comentarios:

La signora dijo...

Siempre temida, alguns veces deseada. Muy bueno tu relato. Un abrazo.

fonsilleda dijo...

Ya ves como al final he pasado, después de una semana de vagancia en lectura y/o comentarios.
La verdad Edu, es una lástima que no escribas más porque tus relatos enganchan y la temática es tan variada que nunca sabes muy bien lo que van a encerrar.
Esta historia es tierna, sencilla y sobre todo, real.
Bicos.

P.D. ¡Ánimos de luz! (por lo que dices parece que la necesitas, así que, unos rayitos de sol que ya sabes que aquí tampoco sobran)

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