7 de abril de 2011

La olla dentro de la estufa

Rebuscando entre las entrañas de este ordenador, que a decir verdad, hacía días no encendía,  he encontrado un texto que escribí ya el año pasado y no entiendo cómo no había colgado antes. Lo he actualizado después de comprobar con mi fuente esta noche que sigue siendo así, donde antes ponía casi 37 ahora pone casi 38, y he corregido algunas cosas que no me parecían estar bien. Es lo bueno que tiene dejar los textos reposar, que con el tiempo acabas viéndolos con otra perspectiva. Este texto tiene para mí un gran valor. Podía haber optado simplemente por guardármelo como algo personal, si lo lee algún familiar quizá no le guste que se haga público, pero creo que más allá del escaso nivel literario que pueda tener (está más escrito con el corazón que con la cabeza) es importante que se conozcan este tipo de historias, dado que son las nuestras.

La olla dentro de la estufa.

Es curioso cómo algunos recuerdos perduran a través de los años como si se de ayer se tratara. Han pasado casi treinta y ocho años y cuando el otro día le preguntaba, todavía era capaz de recordar, con gran precisión, el viaje que la trajo por primera vez a esta tierra. 
No era nada nuevo para ella lo de dejar la casa atrás, coger el tren y emprender una nueva vida lejos de lo que conocía. Cuando apenas contaba diez años la familia ya cargó con las pocas pertenencias que tenían, una jaula de gallinas y un par de corderos en el tren y dejaron atrás el pueblo para iniciar una nueva vida en la ciudad. Atrás quedaban las largas jornadas de trabajo en campos ajenos o cuidando caballerizas de gente que únicamente iba a sus fincas a pasar las jornadas vacacionales y atrás quedaban también los tiempos en que tocaba cobrar por las cosechas. 
Cuando le preguntas por cómo llegó hasta aquí, donde cuidó a su familia y rehizo su vida, una sonrisa, no exenta de cierto rubor, le cruza el rostro demacrado por las arrugas y con unos ojos que, de verde esmeralda, con el paso del tiempo están adquiriendo un tono más grisáceo. Empieza a contar y ya no para hasta el final de su narración.
Su marido hizo el viaje un par de semanas antes que ella, en un viejo Seat 127 del que todavía estaban pagando las letras. Lo acompañaban sus dos hijos mayores y ella recuerda que como parte del equipaje, como si de un tesoro se tratase, se llevaron con ellos una bombona de butano.
Como hemos dicho, ella hizo el viaje un par de semanas después, acompañada por su suegra y sus cinco hijos menores. Con un brazo tiraba de una vieja estufa catalítica, dentro de la cual había uno de sus bienes más preciados, una olla exprés de gran tamaño que le permitía cocinar para toda la familia. Dentro de la olla iban los zapatos de recambio de los niños.En el otro brazo cargaba a su hijo pequeño, de apenas seis meses. Reflexionando, piensa que fue una suerte hacer el viaje en pleno mes de febrero. Eso hizo que, con el frío, los cuatro mayores no pusieran ninguna queja cuando, cual si fuesen cebollas, antes de salir de la casa de Zaragoza los vistieran a capas: Primero el pijama, después dos camisetas, una camisa, un jersey y una chaqueta. Esa era la única ropa que cargaron los muchachos hacia su nueva vida.
No sabe decir a qué hora salieron de Zaragoza, sólo sabe que era de noche, posiblemente ya de madrugada, y que llegaron ya empezada la mañana siguiente. 
Del trayecto recuerda que era un tren de madera, con muchos menos asientos que pasajeros. Ella tuvo suerte. Alguien que ya iba sentado desde una estación anterior le cedió, al verla con el bebé, el asiento, pero no era lo normal. Sus otros hijos, niños juguetones, se empeñaron en querer dispersarse por el vagón, jugando a pillarse los unos a los otros, o al escondite, pero la férrea voluntad de la abuela los tuvo agrupados en todo momento. Algún que otro coscorrón repartió la señora aquella larga noche. 
Si en algo fueron privilegiados fue en que, frente a muchos pasajeros que no podían permitírselo, ellos aquella noche cenaron. Tortilla de patatas y longaniza seca. Aún recuerda la mirada de un anciano que se quedó observando con fijación su gesto al cortar la longaniza. Le hubiera gustado poder alargarle un trozo, pero eran muchos a repartir y además, tampoco sabía si su suegra lo hubiera visto con buenos ojos. 
Poco a poco fueron quedándose dormidos. Ella en su asiento y los niños sentados en el suelo, los unos sobre los otros. La abuela parecía ser la única que hacía guardia por lo que pudiera pasar. 
De tanto en tanto la despertaban el bebé o el sonido de la olla chocando con las paredes de la estufa catalítica. Para evitar este contratiempo, y que se pudieran dañar la una o la otra, le quitó los cordones a uno par de zapatos de los que había dentro de la olla y la ató por las asas a la estufa, sujetándola para que no se pudiera mover.
Aún estaba oscuro cuando pasaron los revisores pidiendo los billetes. Ante tal eventualidad no faltó quien optó por salir por las ventanillas del vagón antes de que los sorprendieran sin billetes. También dice que había quienes le pedían al revisor que les hiciera el billete hasta la estación de destino. 
Recuerda también que había un hombre sentado sobre una caja. El revisor le preguntó que qué llevaba dentro y el hombre le contestó que nada. Entonces el revisor empezó a imitar el bufido de un gato y de dentro de la caja sonó el inequívoco ladrido de un perro. -Los perros también pagan- le dijo el revisor extendiéndole el pertinente recibo. 
El alba les sorprendió aproximadamente por la zona de Tortosa. El majestuoso Ebro ya era catalán. Observarlo le hizo sentir menos extraña, como si en cierta forma aún estuviese en casa. Lejos iban quedando sus hermanos, su padre y su tío. Cada vez más cerca la tierra donde se arraigaría.
Los niños se extasiaron cuando por primera vez, a través de las ventanillas del tren, vieron el mar ante ellos. A pesar de ser de interior no era la primera vez que ella lo veía. Ya había pasado la luna de miel en Peñíscola. 
El viaje terminó en un viejo apeadero. Yo todavía llegué a conocerlo, aunque ya en desuso. Hace no mucho aún quedaban las ruinas de una pequeña caseta que en otros tiempos sirvió de  domicilio del guardagujas y nada queda de la antigua sala de espera. Poco más puedo añadir, así es como dicen que yo llegué a Cataluña.

Tarragona, Julio 2010

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una historia para ser contada, sí. Los que no sabían cómo era la España de hace... no tantos años y, cómo el empeño de gentes que querían más, hacía que lo que hasta ahora fueron sus Vidas, quedaran en un pasado no siempre agradable.
Noto cierto rubor en este entrañable relato... que se traduce en hacer de sus líneas un tren que va más deprisa de lo que la realidad del viaje al resto de tu Vida fue.
Me ha encantado.

Un abrazo.

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